martes, 15 de octubre de 2019

Sobre distopía(s) y feminismo(s)

No iba a publicar esto, pero qué más da. Resucito momentáneamente este blog fósil para poner algunas ideas en orden. Este texto lo pensé como respuesta a un texto que publicó Laura Huelin en un proyecto que me gusta mucho, La Nave Invisible. Si hacemos un Te lo resumo así nomás, el artículo se centra en los siguientes puntos:

  1. El auge editorial de la ficción distópica con temática de género (ella usa "distopía feminista" y luego problematiza el término) es un efecto colateral de la llegada a un medio audiovisual masivo de The Handmaid's Tale de Atwood.
  2. Considera que el libro de Atwood es válido como feminista porque implica un comentario denuncialista sobre la violencia presente, sobre todo en el marco de la avanzada reaccionaria actual, pero la que aparece en otros relatos no le resulta tal, o le parece que "no aportan nada nuevo" a lo de Atwood.
  3. Hace una lista de obras recientes que le parecen mal o poco feministas porque las protagonistas la pasan feo por ser mujeres, y las acusa de regodearse en una violencia gratuita.
  4. Cito: "Una historia que le recuerda a las lectoras (y a los lectores) página a página todas las opresiones que puede sufrir una mujer solo por el hecho de serlo no puede ser llamada feminista."
  5. Cito: "La literatura feminista debería plantear mundos en los que las mujeres no sufran las mismas violencias y opresiones que en un mundo machista. Ya bastante miedo pasamos en nuestro día a día como para necesitar acudir a novelas que no dejan de recordarnos que ese miedo es omnipresente (...) Quieronecesito, mundos que me ayuden a sobrellevar este, que muestren diferentes dinámicas de poder, que se atrevan a pensar de verdad en un mundo en el que las mujeres no sufran solamente por serlo y en el que seamos de verdad iguales."


Vamos por partes.

UNO

Tal vez la demanda mercantil de historias parecidas a las que ya gustaron sea la traducción capitalista de un fenómeno que podemos ver tanto en la ontogénesis como en la filogénesis de nuestra formación como público receptor de ficciones: como de chicxs pedíamos que nos narren una y otra y otra vez ese cuento que nos había gustado tanto (el mío, anecdóticamente, era el de los tres pelos del diablo), así también desde el principio de nuestro registro escrito de las narraciones podemos observar cómo motivos narrativos que resonaron en las comunidades que los recibieron tendieron a replicarse, a reversionarse, a reaparecer (como el arca en el diluvio bíblica es un rip-off bastante evidente de la historia babilónica que aparece en el Gilgamesh, o el Amadís de Gaula uno de la popularización de la traducción del Tristán y el Lanzarote en prosa).
No resulta nada sorprendente, entonces, que en el contexto actual la distopía feminista (sí, ya sé que Huelin problematizó el término, pero déjenme que lo use un rato de forma acrítica antes de tomar partido, por economía) encuentre un auge: al éxito de la serie basada en Atwood hay que sumarle la difusión de otros tipos de relato, la cascada de testimonios que circularon y circulan después de que el me too hiciera trastabillar el tabú sobre el abuso, y que movimientos como el Ni una menos y las campañas latinoamericanas por la legalización del aborto abrieran espacios para difundir las historias de mujeres sobrevivientes de abortos clandestinos y de violencia obstétrica, familiares de las que no han tenido tanta suerte y víctimas de violencia patriarcal. Las mujeres (hétero, lesbianas, cis, travestis y trans), los hombres trans y las personas no binarias estamos dejando de acatar el mandato de que lo que se sufre se tiene que sufrir en silencio, con miedo y con vergüenza, y el de que la única fortaleza está en parecer inexpugnables todo el tiempo. Muchas hemos encontrado en esta libertad inédita para hablar de las violencias sufridas una fuerza nueva, la de reapropiarnos del discurso sobre nosotras mismas, la de dejar salir el pus que se acumula en las heridas bajo los mantos pegajosos del silencio.

DOS

Atwood se tomó este trabajo en un momento en el que no había, en absoluto, tanto espacio para considerar las violencias específicas contra las mujeres como tales. Por citar un caso dolorosamente cercano sobre una de sus fuentes (porque, para quienes no lo sepan, todas las violencias ejercidas sobre la protagonista están basadas en prácticas históricamente documentadas), tuvieron que pasar décadas para que en los juicios de lesa humanidad contra los represores de la última dictadura militar en Argentina se tomaran en cuenta las violaciones sistemáticas a las mujeres secuestradas. Algo semejante pasó con la apropiación de bebés: apenas seis casos, sobre los cientos documentados, fueron considerados en el juicio a las juntas de los años 80 (ninguno con condena), y hubo que esperar hasta esta década para que se juzgara una causa específica sobre secuestros de embarazadas, nacimientos en cautiverio y apropiaciones.
Su labor pionera es, claro, indiscutible.
Ahora, la idea de que deja de ser válido denunciar algo porque ya se lo denunció antes es, cuando menos, discutible: si vamos a admitirle valor a la ficción distópica por la realidad que denuncia, decir que una distopía no es feminista porque lo que hace ya lo hizo antes Margaret Atwood es complicado, siendo que las violencias sexistas siguen ahí, y las formas de pensarlas seguramente están lejos de agotarse.

TRES

Doblemente complicado si se considera que en la lista negra que se sigue hay textos como "Paulina", de Laura Ponce, que dista mucho de estar falto de actualidad y de mostrar una escena gratuita en la que sólo se ve violencia de género. (Resumen con spoilers: una mujer embarazada del conurbano bonaerense que trabaja en Capital pierde el empleo por dar a luz en el horario de trabajo, y le es dado a elegir entre una deportación con su hija, o dar a la niña en adopción a una familia pudiente de la ciudad y no verla nunca más).
Tal vez sea que la violencia cruzada que se da cuando se juntan género, clase y origen no sea del todo visible para alguien que nació en la Comunidad Europea y nunca tuvo que atravesar un puesto de migraciones con las pulsaciones aceleradas por el miedo de sufrir tratamientos inhumanos y deportación, situación doblemente horrible para mujeres embarazadas (consideremos, por caso, lo que las propias autoridades españolas de migraciones le hicieron a una profesora argentina que tuvo el tupé de aceptar una invitación de una universidad de allí estando embarazada hace unos años, por ejemplo, o la puesta forzada en adopción de niñxs migrantes hijos de latinoamericanas en Estados Unidos que está ocurriendo en este preciso momento), y sólo quede la violencia de género. Y ahí sí, claro, Atwood habló de adopciones forzadas antes.

CUATRO

Bien, el hecho de denunciar todas las violencias sobre las mujeres página a página es, precisamente, lo que hace Atwood en la obra que motiva todo esto: The Handmaid's Tale es básicamente eso. El criterio es contradictorio: o bien Atwood no puede ser llamada feminista desde el punto de vista de Huelin, o bien ahí por el medio hubo un cambio de vara y el problema está en otro lado.

CINCO

Estimo que parte del embrollo pasa por el problema de la distopía (en general) como motor de cambio. Es cierto que prácticamente por definición una ficción distópica es un arma ideológica de doble filo, porque su potencia denuncialista tiene como contrapeso la necesidad de nadar contra la corriente de terminar resultando conservadora. Y en esto hay que incluir The Handmaid's Tale también. ¿Hasta qué punto la mirada anhelante de lxs presxs y víctimas de un totalitarismo distópico sobre las libertades del presente puede obturar la lectura "no toquemos nada que así estamos relativamente bien"? ¿Hasta qué punto el sufrimiento hiperbólico de la distopía no es una forma de hacer tolerable un presente que no lo es con la endecha del "podríamos estar peor" (o a lo sumo, como en el caso del epílogo de Atwood, el "no hay mal que dure cien años")? ¿Hasta qué punto la distopía no corre siempre un poco el riesgo de devenir un manual de ideas para opresores con poca inventiva?


No me siento habilitada a decirle al feminismo (así, en general) cómo tiene que ser la literatura feminista. Puede que porque ya estoy vieja para la dinámica del "deber ser" de los manifiestos literarios y políticos, llamados usualmente a perder vigencia con tanta rapidez como los cortes de pelo. A lo sumo sí sé que me considero feminista y que a mí tampoco me interesa escribir (ni suele gustarme leer) distopía: he coqueteado muy poco con ese género, y siempre huyéndole a transmitir la sensación aplastante de que si va a haber un cambio lo van a tener que hacer otrxs, de que no hay salida e intentarlo es suicida, que subyace a la inmensa mayoría de las obras del género. También comparto con Laura Huelin ese ansia de leer (y escribir) otros mundos en los que la gracia sea que no la pasamos peor que en éste por ser mujeres. Estimo, con ella, que la potencia de la imaginación para proponer otros estados de cosas (agregaría: no sólo mundos mejores y más justos, también otros sencillamente diferentes: mundos que ayuden a ver en el contraste lo que hay de artificial en la constitución de relaciones en éste que habitamos) nos ayuda a abandonar el miedo y a preguntarnos no sólo por qué mundo tememos, sino también por qué clase de mundo queremos. Pero siempre voy a preferir abstenerme de juzgar y de retirar carta de ciudadanía feminista a quienes necesitan el espejo del espanto que ofrece la distopía (o, para el caso, otros géneros de narración igual de crudos como el realismo denuncialista) para volver a verse el rostro abajo de las cicatrices.