Estuve varios días tratando de escribir un post sobre Inolvidables Veladas de Marcelo Cohen, novelita breve que terminé de leer si mal no recuerdo (el tiempo me resulta un tanto amorfo últimamente) a principios de la semana pasada. Todavía tengo la esperanza de poder sentarme con la cabeza bien centrada y escribir algo que se parezca a una reseña al respecto, pero por el momento me rindo. Apenas dejaré asentada mi perplejidad frente a un relato más obvio que película de Hallmark Channel, narrado en un lenguaje pretencioso y con un dejo de moralina posmo (sí, eso también existe, señora), pero que aún así se las arregla para tener momentos sorprendentemente altos, lo suficientemente bien ubicados como para dudar a la hora de decidir si justifican o no todo el resto. O al menos casi.
Por hoy entonces bastará con un post misceláneo, retazos de crónicas desorganizadas.
Como la de ayer, día corto de tan largo, en el que llegué tarde a mi primera salida BAFICI (primera fuera de broma, jamás había ido) y me perdí los primeros cortos de Chacun son Cinéma. Creo que en teoría debí habérmelo perdido completo. Entré a la sala en medio de un caos en el ingreso al cine armado por los que venían a ver la otra película que se iba a proyectar, siguiendo a un tipo que tenía también cara de llegotardeojaláquenohayaempezadoahorario. Una empleada nos pescó, nos miró con algo de lástima y nos urgió: “Entren rápido que no los vieron”. En mi despiste, necesité que me lo dijera dos veces.
Por lo menos valió en algo la corrida. Un par de cortos estuvieron realmente buenos. Una pena el cine (se trata del Atlas Santa Fe, lamentablemente todas las películas que voy a ver las saqué ahí), que tenía un problemita con el proyector (la parte de arriba de la imagen se salía de foco, especialmente si se trataba de planos muy luminosos), y un operador medio dormido que no se daba cuenta cuando los subtítulos en español se tildaban (lo que era a cada rato), con el subsiguiente rechifle general de la pobre gente que no podía seguir los subtítulos en francés que, esos sí, estuvieron ahí todo el tiempo.
También podría decir algo de hoy, uno de esos pocos días del año en los que resulta más cómodo leer en las mesas de afuera de MacPancho que quedarse adentro de cualquiera de los bares que nos viven todos los días. Podría contar que se acercó un muchacho que debe rascar apenas la mayoría de edad, con un pilón de copias de su novelita editada a pulmón. Todavía no me explico por qué gasté $15 en comprársela. Supongo que en parte fue el hecho de encontrar que al menos el primer tramo que llegué a leer (tenía la estrategia de prestarlos un rato para que uno decidiera) daba muestras de estar por lo menos algo mejor escrito que algún que otro bodrio (¿)narrativo(?) incluido en alguna antología muy irregular de cuyo nombre no quiero acordarme. O tal vez habrá sido la combinación de eso con las faltas de ortografía desperdigadas por el texto, todavía no termino de saber si como recurso conciente, como marca de soberbia (aquello de pero lo que yo escribí no lo toca nadie, ni el corrector de Word (lo que como en la última entrada se comprobó puede ser hasta contraproducente, admitámoslo)) o, simplemente, por mera falta de recursos. El librete trae el mail del responsable, así que supongo que cuando le dedique un rato y lo termine le preguntaré. Pero en todo caso, la ortografía caótica (insisto, hasta mi alumnado de polimodal pesca bien rápido la mnemotécnica infalible que hace imposible equivocarse y escribir “envergadura” con “mb” en lugar de con "nv") y lo llevadero del texto formaban una yunta despareja que merecía leerse. Al menos en apariencia. Tal vez fue sólo que cobré ayer, y como estoy dulce es más fácil que un escritor novel que se gastó en tratar de publicar algo me de un poco más de pena. No sé.
Por lo pronto aquello de que no sé administrar mis gastos, especialmente si me ponen hojas impresas y encuadernadas con algún atractivo mínimo enfrente, es cierto. Ya a la vuelta del cine pasé por Parque Rivadavia con intenciones de no comprarme nada, y me volví con Samuel Beckett, las huellas en el vacío de Lucas Margarit (con ese tengo excusa, se supone que debo una monografía beckettiana todavía) y con Lo Sagrado y lo Profano de Mircea Elíade, que vaya uno a saber cuándo me va a dar el tiempo para leerlo.
Si sigo tirando palabras al tacho, seguro que no va a ser hoy.