sábado, 1 de agosto de 2015

Hundido

Por ser la menor, el trabajo de trazar los tableros siempre le tocaba a ella. Podía patalear, protestar, lo que fuera, pero el derecho del primogénito a no hacer los diagramas de la batalla naval era inapelable. Si pretendía que su hermano jugara con ella, tenía que acceder a ser la que dibujaba por los dos. Así que Marina sacó de su mochila verde la carpeta de matemática, buscó su reglita de 15cm en la cartuchera, se sentó cruzada de piernas en el suelo y remarcó con birome azul los cuatro recuadros de diez por diez, dos para ella, y dos para su hermano. La hoja que peor quedó fue de ella. La otra, la arrancó y se la entregó a Ezequiel con su cuaderno de comunicaciones. Él la aceptó, y se sentó con la espalda apoyada contra el otro lado del pasillo frío.
En alguna parte, alguien tenía prendida la TV, y se adivinaban en el volumen bajo los alaridos de un conductor de programa de concursos. Por el amplio ventanal del final del pasillo casi no entraba luz ya, y las lámparas de tubo enfriaban lo poco que quedaba del último girón del verano en los baldosones de granito. Marina sacó el buzo verde del colegio de la mochila, se lo puso, y después levantó y juntó las rodillas para apoyar la carpeta y bloquearle la visión de su tablero a su hermano. Arrancó por ubicar el barco de cuatro casilleros, después ubicó los tres de dos, luego los dos de tres y por último desparramó los pequeños de un espacio.
— Arrancás vos —concedió Ezequiel.
— D5
— Agua. G4.
— Averiado. B8.
La TV lejana traía ahora el eco de un reggaetón que se perdía casi sin bajos, el fantasma de una alegría de estudio, lejana. Desde el otro lado del pasillo se escuchaban los estertores de una señora mayor que no parecía poder parar de toser.
— ¿Be o De?
— Be.
— Agua. G3
— Agua. G3.
— Agua.
La tía Esther salió de la habitación 404, y procuró esbozar una sonrisa para pasar entre los hermanos.
— Me voy a buscar un café, ¿quieren algo?
— Un café con leche y algo dulce, ¿puede ser?
— Dale. ¿Vos Ezequiel?
— No, gracias, tía, yo estoy bien.
— ¿Seguro?
— Andá tranquila.
Y el paso de la tía Esther se perdió primero por el pasillo de la izquierda, luego escaleras abajo.
— ¿A quién le tocaba?
— A vos, Eze.
— OK, F4.
— Buh, hundido.
— Chicos, bajen la voz, por favor —pidió la cabeza cansada de su madre desde la puerta de la habitación—. O vénganse a jugar acá adentro y cerramos la puerta.
— Hablamos más bajo. Igual la tele del viejo sordo de la 409 está más fuerte que nosotros, ma.
— ¡Ezequiel!
— Mirá si va a escuchar…
— Igual, no es modo de…
— Escuché que sonó el teléfono, ¿hubo alguna novedad de papá?
— Todavía no, hay que esperar.
— Tratá de descansar algo.
Ella apretó los labios y volvió a entrar en la habitación. La oyeron prender la televisión, bien baja, y cambiar interminablemente los canales. Marina estiró la pierna derecha para darle una patadita a su hermano del otro lado del pasillo.
— D7.
— ¡Qué puntería! Hundido. A5
— Agua. F4
— ¡Averiado! Te despertaste, Marina —ella sonrió—. B6
— Agua. G4
— Averiado…
— Ah, es uno de los grandes.
— C7
— Agua. H4
Escucharon el silencio repentino en la habitación 404 que indicaba que su madre había apagado el televisor. Marina imaginó el gesto ofuscado de apretar con demasiada fuerza el control remoto mientras su hermano respondía:
— Agua. D8.
— Agua. Poca puntería eh. E4.
— Hundido. E9
— Averiado.
— ¿Viste qué poca puntería?
— I9
— Hundido.
— Te cerré el culo.
— Está por verse. D9.
— Averiado. F6
— Averiado. ¿Vos me estás viendo el tablero?
— Te juro que no.
— Dale, Marina, que te conozco.
— ¿Cuándo querés que lo mire si lo estás tapando con las patas y no me levanté?
— Las piernas.
— Lo mismo.
La campanita del ascensor al abrirse. Y la tía Esther, haciendo equilibrio con cuatro vasos térmicos descartables.
— Te traje uno igual, Eze, la noche puede ser larga.
— Gracias tía — respondió él mientras se levantaba a ayudarla, con cuidado de dejar su diagrama de cara contra el piso. Marina tapó rápidamente el suyo para aceptar su café, y la barra de Nugatón que su tía había sacado de un bolsillo de su campera deportiva.
— Gracias tía. ¿Seguimos, Eze?
La tía Esther volvió a perderse adentro de la 404. Cerró la puerta, y escucharon el rumor casi indiscernible de voces, el reporte que la tía había podido obtener abajo.
— Bueno, E3
— Agua. ¿Te olvidaste del averiado?
— Uh, sí, ¿no lo puedo cambiar?
— No, ya te dije que agua. E6
— Hundido. E9
— Averiado. D9
— Agua. ¿F9?
— Hundido. B6
— Agua. E6.
— ¿E o Be?
— E de Ésta.
— Averiado —tomó un largo sorbo de su café caliente, y mordisqueó su chocolate antes de agregar— ¿G7?
— Averiado —Ezequiel hizo gesto de quemarse con el café, y lo revolvió como pudo con la ínfima palita de plástico que su tía había traído para mezclar el azúcar— D6
— Agua. G8
— Averiado. E6
— Averiado. G9
— Averiado.
— ¡Uy, el grande!
— Y sí, es el más fácil de ubicar, salame. E7
— Agua.
— Putamadre —y se rascó con gesto nervioso los pocos pelos largos que hacía bien poco que le crecían en el mentón.
— G10
— Qué sorpresa, hundido. E5
Nuevamente la campanita del ascensor
— Hundido.
— ¡Ja!
La que pasó esta vez no era una de sus tías, sino una enfermera bajita, entrada en carnes y en años, con un guardapolvo celeste pálido y rostro cansado. Golpeó en la 404 antes de entrar.
— H3
— Hundido —llegó a decir Ezequiel, antes de que lo silenciara el frío del llanto repentino de su madre, y la tía Esther que salía a la puerta de la habitación, a mirarlos y negar lentamente con la cabeza, cubriéndose la boca y la nariz con la mano.
Él se puso de pie enseguida, su hermana tardó en pararse y dejar caer la birome azul y el tablero del partido prácticamente ganado al suelo. Se abrazaron en silencio, acompañados por los sollozos de su madre y su tía, y el eco lejano de una propaganda de quitamanchas.

viernes, 23 de enero de 2015

Perséfone



Dicen algunos que es la seca de este año, que esto no es lo normal, que el año pasado no fue así y el que viene seguro mejora. Otros, más pesimistas, dicen muy seguros que es porque en las sierras se está terminando el agua. Que es un desastre ecológico sin precedentes, que es el cambio climático, que los ríos no suben, que es la minería, o el agro, o que el agua se la llevaron los extraterrestres para hacer un dique donde mojar las patitas allá abajo en Erks y hay que prenderles sahumerios para que la devuelvan. Qué se yo. Lo cierto es que todos los pelotudos como yo que vinimos por los arroyitos acá estamos, secándonos como lagartos al sol al lado de cauces que casi no tienen agua, un poco de barro nomás, con un calor de los mil infiernos. Y los tanques de las hosterías se vacían y no llegan a recargar, tampoco. Un horror. Ya me pasó los primeros días en Capilla del Monte, había que apurarse para bañarse en los horarios en que llegaba agua a los tanques.
Por lo menos parece que más o menos la pegué con la segunda semana, cuando me fui de Capilla. Resulta que el hostel pedorro en el que reservé, por algún error, sobrevendió plazas, y como más hospedaje disponible no hay en el pueblo, arreglaron con una vecina que tiene dos cuartos para que me alquile uno al precio pactado. Saqué un cuarto individual al precio de una habitación compartida con cinco patasucias, golazo. Y la señora Adela, la dueña de casa, aparte de tener mucho tanque de agua para poca gente, cocina como los dioses. Qué desayuno de tostadas gomosas con café de termo, no, ahí es pan casero caliente con mermelada casera, y café de cafetera Volturno recién hecho.
Parece que no hace tanto que alquila el cuarto para turistas, y obviamente, doña Adela tiene más de ochenta, no sabe ni prender una computadora, así que arregla in situ según van cayendo visitantes al pueblo.
Ah sí, justamente, eso te iba a contar. Resulta que la señora tiene dos cuartos, pero alquila uno solo, el más chico. “La habitación de huéspedes”, que le dice. La otra, la deja cerrada toda la semana. Si le preguntan y se lo piden, mira con los ojos muy grandes, y dice “cómo voy a alquilar el cuarto de Paulita, usté está loco, ¿no?”
“Paulita no va a volver, señora”, le repetía en voz bien alta, cuando perdía la paciencia, el dueño del hostel, un gordo roñoso hijo de puta, que no lo debe querer ni su vieja. “A Paulita se la llevaron y no la van a devolver”.
Sí, esa conversación me tocó el primer día. Le quería encajar un rosarino que llegó un poco después que yo y tuvo menos suerte. No, no consiguió la habitación de Paulita. Se tiró el lance de tirar una bolsa de dormir en mi cuarto, pero ni ahí, te imaginarás que si conseguís el paraíso no te dan ganas de compartirlo con un rosarino narigón que seguro ronca como un aserradero a las ocho de la mañana.
Al final doña Adela lo terminó aceptando, sí, pero en el sofá, con su bolsa de dormir. Menos mal que dije que no, medio desastroso el tipo. Buena onda, pero una roña. Y roncaba, sí. Las narices no mienten.
De Paulita, Adela nos explicó, todas las veces que la dejamos hablar, que era su hija, que tenía veinte años, y que estaba estudiando y trabajando en Córdoba capital. Insistió en que volvía los fines de semana, y en que el gordo del hostel (no me acuerdo cómo se llamaba, ¿Francisco? ¿Franco? era un nombre horrendo con efe seguro) era un guarango y un malagradecido. Después volvía a insistir en que había que escucharla cantar y tocar la guitarra a Paulita, que ya íbamos a ver. Con Pablo, el rosarino, supusimos que la vieja estaba medio pirada. Digamos, como te dije, la señora debía tener unos ochenta y cinco por las tapas, ¿qué la tuvo, a los sesenta, por milagro como Sara? No está en edad ni para tener una nieta de esa edad.
Pero el viernes, a las nueve de la noche puntual, escuchamos unos golpecitos rítmicos en la puerta, casi que melodiosos, Adela fue a abrir, y vimos finalmente entrar a la famosa Paulita. La vieras. Bah, las vieras. Porque doña Adela también pareció cambiar. Es como si las décadas se le hubieran ido de los hombros, no sé. Dejó el bastón por ahí, y se apuró a servir otro plato de ñoquis al lado de los nuestros, mientras nos presentaba con una sonrisa, “Paulita, estos son Leandro y Pablo, y son nuestros huéspedes este fin de semana”.
Paulita… Eh… Sí, para qué te voy a mentir, era hermosa. Unos ojos color miel preciosos, el pelo hasta la cintura, y un cuerpo que ni te cuento. Pero es como… A ver, no sé decir bien en dónde estaba la cosa, si en el corte de la blusa o de los pantalones, algo en la forma de maquillarse, ni idea. Pero es como si la hubieran sacado, no sé, de un álbum de fotos del año del petardo. Algo así. Cenamos con ella, hablamos un poco, nos prometió llevarnos al día siguiente a un arroyito que efectivamente conserva una cantidad razonable de agua. Después, cada uno a su cuarto.
No, no pude ver mucho de su cuarto. Un vistazo rápido cuando entró, nada más. La guitarra, muchos libros, una colcha de parches de lana sobre la cama.
Y sí, al día siguiente desayunamos los tres bien temprano, y ella nos llevó a campo traviesa primero, sierra arriba después, sierra abajo por un sendero de tierra, y terminamos en un arroyo con unas ollitas geniales. Ella se sacó la remera, había llevado una malla enteriza a lunares.
En fin. Doña Adela nos había preparado sánguches, pasamos todo el día ahí, y para cuando volvimos ya estaba cayendo el sol. Yo me quedaba hasta el lunes a la mañana, así que el domingo quise repetir. Nos acostamos temprano, y al día siguiente nos fuimos al arroyo, yo con mi ukelele y ella con su guitarra. Vieras la gracia que le hacía a la mina el ukelele, cualquiera diría que nunca había visto uno. Rosario no vino.
Qué se yo, la pasamos bárbaro. Nos zambullimos, nos secamos, comimos sánguches de peceto y berenjena, tocamos un rato (lo de que toca como los dioses es cierto, eh), hablamos bocha de libros y de política… No, no pasó nada. Yo quise, ella no. Todo no se puede. Bah, ahora en retrospectiva no sé. Por ahí mejor.
En fin, el domingo a la noche se fue, así medio de golpe como vino. Doña Adela volvió a ser una anciana y la casa se quedó en silencio. Un silencio pesado, incómodo, distinto del de los primeros días.
Yo me fui al otro día, sí. Desayuné, preparé la mochila, y me fui a la estación. Me crucé con el gordo Franco (¿o Francisco?) en la estación, me preguntó con toda su amabilidad falsa cómo la había pasado. Le dije que bien, que Paulita nos había llevado a Pablo y a mí a unas ollitas copadas. No sé, me miró muy raro. “No sé quién te llevó ni adónde, pibe, esa señora hace más de treinta años que no tiene hija y no hay agua a veinte kilómetros a la redonda”, me dijo. Me puso una mano en el hombro, me indicó que mi micro estaba para salir, prendió un pucho y se fue a la mierda, así, sin saludar. Gordo forro.