miércoles, 30 de enero de 2008

Vertiendo mis fuerzas en el viento
Desarrollo de una nota marginal en mi copia del Didascalicón

Ya sé que toda esa multitud de personas que no pueden vivir sin un post de este blog, todas aquellas que me pagan el crédito con el que el siglo que viene voy a comprarme un último piso en un edificio antiguo con una de esas torrecitas en donde desde la adolescencia soñé poner mi escritorio y dedicarme a escribir ficción (si los descubrimientos médicos me lo permiten y no muero de algún tifus mutante antes) se estarán preguntando en dónde me he metido. También es posible que los seres con algo de cordura, quienes quiero sospechar que son mayoría, se pregunten qué cuernos tenía en la cabeza cuando subí la última foto movida de un ejercicio de escritura automática trasnochado a fibra indeleble sobre un dvd malogrado por el maldito Nero (sobre el que si no me gana la vagancia escribiré una invectiva alguna vez), con apenas el mínimo indispensable de seso para confiar el texto, que no podía ser peor, a la mala calidad de imagen y a mi caligrafía revuelta, en vez de transcribirlo.

Baste por el momento saber que hoy me topé con esta frase en el Didascalicon de Hugo de San Victor, que me empeño tercamente en leer completo, y me consiguió arrancar una sonrisa de identificación resignada:

He who works along without discretion works, it is true, but he does not make any progress, and just as if he were beating the air, he pours out his strength upon wind

Son casi las dos, todavía me quedan quince páginas para liquidar el texto del que salió esa cita y no puedo darme el lujo de dejarlo para mañana. Baste este tributo a un blog algo dejado.

domingo, 6 de enero de 2008

De vuelta del Infierno

Definitivamente, es mejor no visitar Florencia. Por cualquier mal paso se puede terminar en un lugar como este, para que venga un mono acomodado a infamarte, con tan buena pluma para que siete siglos después todavía se sepa.

jueves, 3 de enero de 2008

Prosa con brazos y piernas

Uno de mis guilty pleasures menos conocidos consiste en bailar sola frente al espejo. A diferencia del común de las muchachas, no es un hábito adquirido en la infancia, sino en la adolescencia y más bien tarde: me llevó tal vez demasiado tiempo dejar de tener vergüenza de mi forma de moverme. Es cierto que no tengo mucha más gracia de movimientos que una morsa bebé en tierra, y que hace falta una cierta dosis alcohólica para hacerme bailar en público, para qué negarlo. Pero de todos modos, me encanta bailar sola y me encanta jugar con mi imagen en el espejo. Si se trata de música que nadie en su sano juicio catalogaría de “bailable”, todavía mejor. La cosa está en moverse, en que la vibración se transmita de otra forma más al cuerpo.

A partir de esto sale la percepción de que existen dos clases de movimientos muy distintos: están los que tienen que ver con la vista y los otros, que podríamos llamar táctiles, relacionados con la percepción física del volumen del propio cuerpo. Los primeros están hechos para agradar al ojo, no al ejecutante. Son los de la gente que baila bien, esos que a menudo admiramos por su dificultad, un despliegue de gracia en la imagen que muchas veces se corresponde con una incomodidad física considerable. Cualquiera que haya hecho danza o que conozca de cerca a alguien que baile conoce los moretones que muchas veces acompañan a una coreografía que pide, por ejemplo, desplomarse contra el piso en un momento determinado.

En el otro extremo están los que producen sensaciones placenteras en el ejecutante, una distribución de pesos y de masas de aire que al ojo resulta ruda, un tanto agresiva o sencillamente ridícula, pero que produce una sensación particularmente liberadora en quien lo hace. El caso extremo en esto es la forma de bailar de algunos chicos, la de algunos adultos bajo los efectos de alguna sustancia y la de los movimientos hechos en estado de éxtasis delirante o religioso. Los casos intermedios ocuparían, si mis sospechas son ciertas, la mayor parte de las formas de la danza, que se regularían por una cuestión de grados, con algunos equilibrios felices como el que podría verse en una rueda de salsa bailada por amateurs, no por un ballet profesional.

En todo esto, vuelve a salir la vieja tensión de la expresión humana que nunca termina de resolverse. Debería decir, que nunca termina de admitirse, también, si pensamos en toda la tinta gastada para hablar del lector implícito de los escritos íntimos, con el caso extremo archiconocido de los diarios personales, en los que cualquiera que los haya escrito o los escriba sabe que hay una cuota de construcción de algo parecido a un personaje ficcional, pero para qué, para quién, para cuándo. O el caso que me ocupa quiera o no, de blogs como éste, que no reniegan de su cuota de intimidad.

Ahí, en el espejo, mientras la música sigue su ritmo conocido, está la expresión física de la prosa confesional que, en el fondo, se queja aliviada de la imposibilidad de producir el poema perfecto.