Perséfone
Dicen algunos que es la seca de este año, que esto no es lo normal, que el año pasado no fue así y el que viene seguro mejora. Otros, más pesimistas, dicen muy seguros que es porque en las sierras se está terminando el agua. Que es un desastre ecológico sin precedentes, que es el cambio climático, que los ríos no suben, que es la minería, o el agro, o que el agua se la llevaron los extraterrestres para hacer un dique donde mojar las patitas allá abajo en Erks y hay que prenderles sahumerios para que la devuelvan. Qué se yo. Lo cierto es que todos los pelotudos como yo que vinimos por los arroyitos acá estamos, secándonos como lagartos al sol al lado de cauces que casi no tienen agua, un poco de barro nomás, con un calor de los mil infiernos. Y los tanques de las hosterías se vacían y no llegan a recargar, tampoco. Un horror. Ya me pasó los primeros días en Capilla del Monte, había que apurarse para bañarse en los horarios en que llegaba agua a los tanques.
Por lo menos parece que más o menos la pegué con la segunda semana, cuando me fui de Capilla. Resulta que el hostel pedorro en el que reservé, por algún error, sobrevendió plazas, y como más hospedaje disponible no hay en el pueblo, arreglaron con una vecina que tiene dos cuartos para que me alquile uno al precio pactado. Saqué un cuarto individual al precio de una habitación compartida con cinco patasucias, golazo. Y la señora Adela, la dueña de casa, aparte de tener mucho tanque de agua para poca gente, cocina como los dioses. Qué desayuno de tostadas gomosas con café de termo, no, ahí es pan casero caliente con mermelada casera, y café de cafetera Volturno recién hecho.
Parece que no hace tanto que alquila el cuarto para turistas, y obviamente, doña Adela tiene más de ochenta, no sabe ni prender una computadora, así que arregla in situ según van cayendo visitantes al pueblo.
Ah sí, justamente, eso te iba a contar. Resulta que la señora tiene dos cuartos, pero alquila uno solo, el más chico. “La habitación de huéspedes”, que le dice. La otra, la deja cerrada toda la semana. Si le preguntan y se lo piden, mira con los ojos muy grandes, y dice “cómo voy a alquilar el cuarto de Paulita, usté está loco, ¿no?”
“Paulita no va a volver, señora”, le repetía en voz bien alta, cuando perdía la paciencia, el dueño del hostel, un gordo roñoso hijo de puta, que no lo debe querer ni su vieja. “A Paulita se la llevaron y no la van a devolver”.
Sí, esa conversación me tocó el primer día. Le quería encajar un rosarino que llegó un poco después que yo y tuvo menos suerte. No, no consiguió la habitación de Paulita. Se tiró el lance de tirar una bolsa de dormir en mi cuarto, pero ni ahí, te imaginarás que si conseguís el paraíso no te dan ganas de compartirlo con un rosarino narigón que seguro ronca como un aserradero a las ocho de la mañana.
Al final doña Adela lo terminó aceptando, sí, pero en el sofá, con su bolsa de dormir. Menos mal que dije que no, medio desastroso el tipo. Buena onda, pero una roña. Y roncaba, sí. Las narices no mienten.
De Paulita, Adela nos explicó, todas las veces que la dejamos hablar, que era su hija, que tenía veinte años, y que estaba estudiando y trabajando en Córdoba capital. Insistió en que volvía los fines de semana, y en que el gordo del hostel (no me acuerdo cómo se llamaba, ¿Francisco? ¿Franco? era un nombre horrendo con efe seguro) era un guarango y un malagradecido. Después volvía a insistir en que había que escucharla cantar y tocar la guitarra a Paulita, que ya íbamos a ver. Con Pablo, el rosarino, supusimos que la vieja estaba medio pirada. Digamos, como te dije, la señora debía tener unos ochenta y cinco por las tapas, ¿qué la tuvo, a los sesenta, por milagro como Sara? No está en edad ni para tener una nieta de esa edad.
Pero el viernes, a las nueve de la noche puntual, escuchamos unos golpecitos rítmicos en la puerta, casi que melodiosos, Adela fue a abrir, y vimos finalmente entrar a la famosa Paulita. La vieras. Bah, las vieras. Porque doña Adela también pareció cambiar. Es como si las décadas se le hubieran ido de los hombros, no sé. Dejó el bastón por ahí, y se apuró a servir otro plato de ñoquis al lado de los nuestros, mientras nos presentaba con una sonrisa, “Paulita, estos son Leandro y Pablo, y son nuestros huéspedes este fin de semana”.
Paulita… Eh… Sí, para qué te voy a mentir, era hermosa. Unos ojos color miel preciosos, el pelo hasta la cintura, y un cuerpo que ni te cuento. Pero es como… A ver, no sé decir bien en dónde estaba la cosa, si en el corte de la blusa o de los pantalones, algo en la forma de maquillarse, ni idea. Pero es como si la hubieran sacado, no sé, de un álbum de fotos del año del petardo. Algo así. Cenamos con ella, hablamos un poco, nos prometió llevarnos al día siguiente a un arroyito que efectivamente conserva una cantidad razonable de agua. Después, cada uno a su cuarto.
No, no pude ver mucho de su cuarto. Un vistazo rápido cuando entró, nada más. La guitarra, muchos libros, una colcha de parches de lana sobre la cama.
Y sí, al día siguiente desayunamos los tres bien temprano, y ella nos llevó a campo traviesa primero, sierra arriba después, sierra abajo por un sendero de tierra, y terminamos en un arroyo con unas ollitas geniales. Ella se sacó la remera, había llevado una malla enteriza a lunares.
En fin. Doña Adela nos había preparado sánguches, pasamos todo el día ahí, y para cuando volvimos ya estaba cayendo el sol. Yo me quedaba hasta el lunes a la mañana, así que el domingo quise repetir. Nos acostamos temprano, y al día siguiente nos fuimos al arroyo, yo con mi ukelele y ella con su guitarra. Vieras la gracia que le hacía a la mina el ukelele, cualquiera diría que nunca había visto uno. Rosario no vino.
Qué se yo, la pasamos bárbaro. Nos zambullimos, nos secamos, comimos sánguches de peceto y berenjena, tocamos un rato (lo de que toca como los dioses es cierto, eh), hablamos bocha de libros y de política… No, no pasó nada. Yo quise, ella no. Todo no se puede. Bah, ahora en retrospectiva no sé. Por ahí mejor.
En fin, el domingo a la noche se fue, así medio de golpe como vino. Doña Adela volvió a ser una anciana y la casa se quedó en silencio. Un silencio pesado, incómodo, distinto del de los primeros días.
Yo me fui al otro día, sí. Desayuné, preparé la mochila, y me fui a la estación. Me crucé con el gordo Franco (¿o Francisco?) en la estación, me preguntó con toda su amabilidad falsa cómo la había pasado. Le dije que bien, que Paulita nos había llevado a Pablo y a mí a unas ollitas copadas. No sé, me miró muy raro. “No sé quién te llevó ni adónde, pibe, esa señora hace más de treinta años que no tiene hija y no hay agua a veinte kilómetros a la redonda”, me dijo. Me puso una mano en el hombro, me indicó que mi micro estaba para salir, prendió un pucho y se fue a la mierda, así, sin saludar. Gordo forro.
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