sábado, 22 de diciembre de 2007

Invectiva contra las servilletas de bar
Crónica del viernes

Puerta del Bar Platón, Puán al cuatrocientos, mediodía. El sol golpeaba la calle a martillazos y las figuras recientemente pintadas en aerosol en la fachada de la facultad podrían haber pasado por carteles de neón, de haber usado líneas más planas. Miré con algo de desconfianza los vidrios que desde siempre anuncian "aire acondicionado": los ventiladores de techo, adentro, estaban prendidos. Peor que afuera no podía estar. Entré.

El aire acondicionado, pese a que en estos siete años nunca hubiera reparado en él, efectivamente existía, y hasta funcionaba. Pero debería tener poco gas, porque la diferencia de temperatura no era la que se puede esperar al entrar en esos bares que se enorgullecen hasta la escarcha de tener aire acondicionado. Y los ventiladores de techo estaban, efectivamente, prendidos.

No había pizza, putquelorecontrarebueh que traiga una milanesa, con la extensa carta de restaurante francés del bar puanero no me iba a poner demasiado exigente. Y estaba el aire acondicionado, claro. Suavecito, como seguro que no lo iba a estar el de Vivace. En donde seguro que me iban a atender tardísimo y después, a la hora de la cuenta, me iban a rebanar la cabeza con una cuchara de té afilada. Desparramé todos mis apuntes y libros para Literatura Europea del Renacimiento por la mesa y me dispuse a tratar de calmar la (más que infundada) paranoia que me decía que podían llevarme de paseo por todo el programa.

Llegó la gaseosa, llegó la milanesa, llegaron ellas.

La gaseosa, como es común en estos casos (dos libros caros en la mesa, notas manuscritas a lapicera fuente, nervios de examen), tuvo un ataque de furia con espuma y rebalsó.

Entonces volví a la eterna pregunta: ¿a quién carajo se le puede ocurrir hacer esas servilletas finitas de un papel que absorbe menos que una lija? Entiendo su utilidad como barrera para la grasa que no puede pegarse frente a una pizza, pero de ahí a darles la función general de servilleta hay un trecho. Ahí, nunca van a convencerme de lo contrario, hubo una cuota nada menor de refinada crueldad: crear e imponer un elemento de central importancia para la tranquilidad en la mesa como es una servilleta, de un material que la vuelve casi completamente inservible y que por ende tiene la tendencia a hacer de los comensales un bollito anudado de cuidados que por supuesto van a terminar en el fracaso, en el pantalón, la remera o los papeles manchados, en el líquido que se desparrama alegremente como impulsado por fuerzas maléficas, volcado por pequeños duendes mezquinos que aumentan con empujoncitos la natural torpeza humana para sacarnos de quicio.

Afortunadamente en esta ocasión conseguí hacer que el líquido no se desparramase demasiado lejos, mantenerlo en el área en donde estaban el plato y el servilletero, lejos de los papeles. Como tal vez pueda apreciarse, ningún libro ha sido dañado en esta toma.

1 comentario:

Humanoide dijo...

Totalmente.
Pero peor todavía es ir a un baño y no tener papel.

Por eso siempre hay que tener un carilina a mano.

De echo, es una conspiración. Los vendedores de carilina han firmado un contrato millonario con los dueños de bares y baños públicos.

Lo sé de buenas fuentes.