jueves, 3 de enero de 2008

Prosa con brazos y piernas

Uno de mis guilty pleasures menos conocidos consiste en bailar sola frente al espejo. A diferencia del común de las muchachas, no es un hábito adquirido en la infancia, sino en la adolescencia y más bien tarde: me llevó tal vez demasiado tiempo dejar de tener vergüenza de mi forma de moverme. Es cierto que no tengo mucha más gracia de movimientos que una morsa bebé en tierra, y que hace falta una cierta dosis alcohólica para hacerme bailar en público, para qué negarlo. Pero de todos modos, me encanta bailar sola y me encanta jugar con mi imagen en el espejo. Si se trata de música que nadie en su sano juicio catalogaría de “bailable”, todavía mejor. La cosa está en moverse, en que la vibración se transmita de otra forma más al cuerpo.

A partir de esto sale la percepción de que existen dos clases de movimientos muy distintos: están los que tienen que ver con la vista y los otros, que podríamos llamar táctiles, relacionados con la percepción física del volumen del propio cuerpo. Los primeros están hechos para agradar al ojo, no al ejecutante. Son los de la gente que baila bien, esos que a menudo admiramos por su dificultad, un despliegue de gracia en la imagen que muchas veces se corresponde con una incomodidad física considerable. Cualquiera que haya hecho danza o que conozca de cerca a alguien que baile conoce los moretones que muchas veces acompañan a una coreografía que pide, por ejemplo, desplomarse contra el piso en un momento determinado.

En el otro extremo están los que producen sensaciones placenteras en el ejecutante, una distribución de pesos y de masas de aire que al ojo resulta ruda, un tanto agresiva o sencillamente ridícula, pero que produce una sensación particularmente liberadora en quien lo hace. El caso extremo en esto es la forma de bailar de algunos chicos, la de algunos adultos bajo los efectos de alguna sustancia y la de los movimientos hechos en estado de éxtasis delirante o religioso. Los casos intermedios ocuparían, si mis sospechas son ciertas, la mayor parte de las formas de la danza, que se regularían por una cuestión de grados, con algunos equilibrios felices como el que podría verse en una rueda de salsa bailada por amateurs, no por un ballet profesional.

En todo esto, vuelve a salir la vieja tensión de la expresión humana que nunca termina de resolverse. Debería decir, que nunca termina de admitirse, también, si pensamos en toda la tinta gastada para hablar del lector implícito de los escritos íntimos, con el caso extremo archiconocido de los diarios personales, en los que cualquiera que los haya escrito o los escriba sabe que hay una cuota de construcción de algo parecido a un personaje ficcional, pero para qué, para quién, para cuándo. O el caso que me ocupa quiera o no, de blogs como éste, que no reniegan de su cuota de intimidad.

Ahí, en el espejo, mientras la música sigue su ritmo conocido, está la expresión física de la prosa confesional que, en el fondo, se queja aliviada de la imposibilidad de producir el poema perfecto.

2 comentarios:

El autor dijo...

Totalmente de acuerdo!!!!

Besos miles,

Andrea

Anónimo dijo...

Gente de Letras.-