lunes, 25 de agosto de 2008

Busy little bee

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Ya es un lugar común notar el hecho de que la recepción de música ha definitivamente cambiado en los últimos, digamos, diez años. Todos los que tenemos banda ancha y algo más para hacer con nuestras vidas que dedicarnos a escuchar música somos en algún momento presa del desasosiego de las discografías y de los discos bajados de blogs que parecen prometer algo: esa angustia culpógena de ser un ignorante en materia musical con plena conciencia de serlo, la enorme cantidad de experiencias estéticas al alcance de un click que nunca podemos completar, el espejismo de la información fácil, la lírica que sólo lleva una breve googleada que nunca tenemos tiempo de hacer.
El resultado: música que a la primera escucha normalmente pide una segunda, más atenta, para descubrir su sustancia. Ocasionalmente, también alguna que otra cosa ligada ya a algún mecanismo de recepción preexistente para procesarla, que no nos quiebra la cabeza, sino que se vuelve rápidamente cotidiana, entra a la lista de reproducción que armamos para estudiar, o para la hora y media de colectivo diaria de ida y vuelta al trabajo.
Suelo creer, aunque tal vez me equivoque, que la mayor parte de nosotros no dejamos que nos afecte, al menos no más que un agujero en una media calentita que usamos adentro de las zapatillas los días que sospechamos que no hay chances reales de terminar desnudándonos frente a otro ser humano.
También tengo la sospecha, casi una creencia mágica, de que los verdaderamente afectados, los que tarde o temprano se convierten en melómanos, deben sufrir esto con mucha más intensidad, al menos con una desesperación resignada semejante a la que puede sentir alguien como yo en una biblioteca grande o, sin ir más lejos, frente a mis toneladas de estante de abajo, recuerdo constante de la impotencia frente al tiempo que nos duerme, nos da hambre, nos empuja a dejarnos tragar por la máquina capitalista que nos empuja a que seamos útiles, a saldar la cabeza, a venderla a menudo a quienes no quieren comprarla pero a su vez también son empujados en la inercia a...
La canción de Oneida que encabeza el post durmió meses en la lista de reproducción general, enquistada en un album cuyo inicio nunca me convenció lo suficiente para escucharlo entero, y es una muestra de esas iluminaciones extrañas que a veces nos dejan con una sensación de felicidad rota, como la que produce la belleza de un hombre que se sabe que no se poseerá nunca.

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