viernes, 29 de agosto de 2008

Fragmentos fósiles de cráneo

Cualquier lector curioso puede comprobar fácilmente que raras veces presento los tags nuevos. Sobre todo porque uso mis etiquetas de una forma bastante caótica, como líneas generales que pueden dar cuenta de estados de humor, modalidades de escritura, obsesiones y también, a veces, por qué no, organizadores racionales establecidos con un grado algo menor de arbitrariedad. Ahora bien, el tag de hoy se merece una presentación, porque la idea (al menos por ahora) es comenzar racionalmente una serie temática que tenga continuidad por algún rato.

La idea será, una vez cada tanto, postear sobre esos objetos que se quedan entre las pertenencias personales sin que uno sepa muy bien cómo, sin utilidad definida, siniestros, inconfesables o simplemente un poco ridículos. Cosas que no forman parte de la cotidianeidad porque siempre (o por largo tiempo) fueron disfuncionales, ocupaespacios, monstruitos de abajo de la cama o de adentro de los cajones, guardados por ahí para servir a algún sentimentalismo, a alguna culpa, a algún pequeño regocijo estético difícil de explicar en público.

¿No hace falta que explique el nombre de “Esqueletos” que decidí para el segmento, no?

Para abrir la sección, entonces, algo que hace rato que quiero postear y no sé cómo. Se trata de un viejo misal, fecha de publicación 1950, año del Libertador General San Martín (chichichichín), de los que recibía la generación de mis padres para su primera comunión. Hasta hace bastante poco tuve dos, el de mi viejo y el de mi vieja, pero cedí uno a la curiosidad de mi primito más chico, criado en un ambiente mucho más laico que el que me tocó en suerte, y que sabe suficientemente poco español como para que el librito le sea perfectamente inocuo. El que conservo (motivos sentimentales de por medio) es el que perteneció a mi viejo, el más ornado de los dos. Pero el contenido (alguna vez husmeé comparativamente) es el mismo.

Para los que no lo saben, mi crianza, en términos religiosos, fue un tanto curiosa. Crecí en una casa de católicos carismáticos que eventualmente se pasaron al evangelismo, para convertirme en la adolescencia en la rebelde católica de la familia. Raro como suena, se dio así. Me duró un par de años. Eventualmente, muchos desagradables desengaños y sanas racionalizaciones mediante, gané algo parecido a un cierto grado de conciencia y tomé una prudencial distancia de las congregaciones religiosas en general.

Hoy en día sospecho que hubo detrás de ese corrimiento al catolicismo una razón más bien estética.

Es que, vamos, hay que reconocerlo, esa sobrecarga de elementos que parecen llegar de otro tiempo, de otro espacio, de otra realidad, esa confluencia de reflotes de viejas tendencias artísticas en una síntesis de golpes bajos de efecto, tiene lo suyo. Si no, nada más mírenle la pinta al misal, y a ver si no se entiende por qué mi primito me rogó que le regale uno:

Para apreciarlo bien habría que moverlo. Esa manía de confundir la luz alrededor del creyente, ese intento de recrear un aire de otro mundo de los enormes vitrales góticos, está en miniatura también acá: no podía ser un libro liso, tampoco uno pintado. Si se trata de algo que ha de signar la vida del creyente, la luz tiene que tratarlo raro, qué mejor que un nacarado. Y el (inexplicable) nicho en ojiva es impagable. Ah, y está también el detalle de la trabita, jugar con el ansia por lo secreto, con la necesidad de destrabar el libro que se convierte en necesidad de al menos abrirlo y mirar las ilustraciones en sepia de adentro, juego psicológico o bien exquisitamente bien pensado o simplemente afortunado, no lo sé. El lomo dorado, en este panorama, era casi inevitable.

Del interior, bueno, bastaría agarrar páginas al azar para llenar espacio en el blog. La constante: la insistencia en el dolor, sobre todo concebido como pasión física. Mi cabeza trasnochada (este post va en diferido, ahora que escribo son las 3.20 AM del jueves 28/8; no lo posteo hoy porque ya tenía atrasados a los Stone Temple Pilots y quería decir alguito sobre ese recital) gusta de jugar con la idea de que tal vez detrás de toda la insistencia en el sufrimiento de algunas religiones se esconda la creencia de que la única forma de mantener al ser humano más o menos tranquilo y controlado es dirigir sus impulsos destructivos contra sí mismo, y eventualmente contra los disfuncionales o los extraños. Así, sin más, parece que es tan importante glorificar a Dios que martirizar el cuerpo. Hay que agradecer que Dios de regalos para que los cristianos los rompan. Porque a los cristianos les gusta romper, eso está claro.

Esa insistencia adentro parece volverse un leit-motiv. Todo apunta a hacer la vida del creyente todo lo desagradable que sea posible, hasta el punto en que el librito parece convertirse en una pequeña camarita de torturas de lujo. (Si se lo preguntan no, nunca lo leí entero, y mucho menos pensé jamás en tomármelo en serio. Aún de chica católica siempre le dirigí a esas palabras del comienzo la misma mirada de preocupación escandalizada que a mi compañera de quinto año la novicia cuando, con un aire de autosuficiencia, hablaba de dejar de pensar en su ex-novio disciplina en mano, y me cortaba las ganas de escribir ficción con mi habitual cuadernito abajo del pupitre, junto con mi fe en la humanidad, para toda la mañana).

En una librería de usados muy particular que se llama El Glyptodón el librero, uno de esos extraños ejemplares de cascarrabias que no parecen tolerar demasiado bien quedarse solos consigo mismos y que por ende le dan charla a cualquier ser humano que haga algo para deberle paciencia (como treparse peligrosamente al entrepiso con estanterías enclenques de libros en francés e italiano del fondo del comercio, lo que por cierto vale la pena hacer) me mostró un ejemplar muy verosímil, probablemente verdadero, de un aparente librito de oración del siglo XVII, bastante bien conservado. Era apenas más grande que mi misal, y se le parecía mucho de afuera. Las primeras páginas, incluso, estaban hechas para apuntar a ese tipo de lectura. Después, claro, venía lo interesante: una novelita, creo recordar que de amor. El viejo explicó, con esa mirada pícara que sólo se ve en los que están orgullosos de tener algo que contar, que eran librillos publicados en ese formato para que las damas no se aburrieran con los latines. Podían dar la apariencia de seguir su misal, mientras se dedicaban a algo bien distinto a la mortificación personal. Y sí, no puede esperarse que mucha gente se tome el sufrimiento tan fácilmente en serio.

Ninguno de los dueños de los misales que me pasaron por las manos lo hizo, de hecho.

1 comentario:

Pola dijo...

esto es hermoso! tus misales son como incunables medievales