domingo, 31 de agosto de 2008

Aleteo de murciélagos

Ebrias de cansancio, despatarradas en un sillón de dos cuerpos con brazos de madera (deberían estar prohibidos, perjudican seriamente el cuerpo del perezoso que se quiere acostar), mientras pasábamos revista a nuestras actividades del último par de días mi hermana y yo llegamos al momento de hacer una puesta en común sobre nuestros esparcimientos ficcionales. Ella volvió a lamentarse de mi natural pachorra para ver series (más de tres o cuatro capítulos de cualquier cosa por semana me resulta demasiado, razón por la cual normalmente ella no se aguanta y se me termina adelantando una decena de episodios con lo que sea que estemos mirando, en este caso House M.D.) y de que siga sin leer todavía Déjame entrar de Lindqvist. Yo le comenté, entonces, que terminada ya la lectura del Paraíso de Dante (meta que me había propuesto cumplir antes de empezar otra cosa para poder devolver el tomo bilingüe correspondiente a su amable dueño) había retomado otro libro de vampiros, que llevaba a la mitad, el clásico Drácula.

¿Cómo va eso?, me preguntó entonces ella, que se había tomado el trabajo de arruinar completamente el tomito que estoy leyendo, un frágil Penguin Classic verde que compré nuevo y sufrió manchas de témpera, de bichos aplastados y deformación por agua durante la estadía en su casa y su mochila.

Es difícil, traté de explicar. Un siglo y medio para llegar a hacerse parte del saber común de la gente y la cadena de suspenso-sorpresa que se supone que tiene que mantener el texto como una sucesión de golpes de efecto queda totalmente desvirtuada. Chicos desaparecidos después de la muerte de Lucy, que dicen haber sido seducidos por una “bloofer lady”, no tiene ningún misterio que sea ella, ni aún para los que vimos mal y fragmentadas las versiones cinematográficas más conocidas.

Yo te dije, me recordó Mariel. Es como leer el libro después de haber visto la película.

Sí pero, retruqué, en este caso el romper los golpes de efecto deja al texto en evidencia en sus pequeñas miserias e ingenuidades. Recuerdo haber leído Lord of the Rings luego de la película para The Fellowship of the Ring y el efecto fue casi inverso (1).

La memoria entonces de la clase del jueves, de Vedda hablando de la polarización entre el bien y el mal como una simplificación omnipresente en la literatura trivial, y sí, en la pochoclera tipo eso funciona, y en la literatura de entretenimiento de hasta los años ochenta también. Pero adónde nos metemos personajes como algunos de los de Anne Rice, digamos por ejemplo a Lestat (no ajeno al pochoclo, con todo y lo mucho que lo aplanaron y polarizaron) y a casi todo el clan Mayfair, tan lejos del héroe unipersonal que nuestro profesor, con alguna dificultad, quería encontrar en todas partes. Que el héroe incómodo (a su modo una variación problemática del pochoclismo) de Soy Leyenda haya podido pasar a la pantalla debería ser síntoma de algo.

La sospecha de que o bien algo de lo conciliatorio de este tipo de ficción puede estarse disolviendo muy de a poco, o de que al menos hay otra conciencia que conciliar, otras pesadillas que exorcizar, de que algo raro pasa con nuestra capacidad para leer nuestra realidad más inmediata.

Habrá que pensarlo un poco más, y darle una chance a las categorías que propone Vedda. Que es cierto que funcionan muy bien con una Batman.

Aunque qué esquema típico de ficción (aún si tomamos reglas compositivas provenientes del roman courtois como la circularidad espacio-argumental y la necesidad de que haya otras fuerzas más acreditadas tratando infructuosamente de solucionar el moco en cuestión al mismo tiempo) no funciona ejemplarmente bien con una Batman.




(1) Defiendo a muerte el episodio de Tom Bombadil

viernes, 29 de agosto de 2008

Fragmentos fósiles de cráneo

Cualquier lector curioso puede comprobar fácilmente que raras veces presento los tags nuevos. Sobre todo porque uso mis etiquetas de una forma bastante caótica, como líneas generales que pueden dar cuenta de estados de humor, modalidades de escritura, obsesiones y también, a veces, por qué no, organizadores racionales establecidos con un grado algo menor de arbitrariedad. Ahora bien, el tag de hoy se merece una presentación, porque la idea (al menos por ahora) es comenzar racionalmente una serie temática que tenga continuidad por algún rato.

La idea será, una vez cada tanto, postear sobre esos objetos que se quedan entre las pertenencias personales sin que uno sepa muy bien cómo, sin utilidad definida, siniestros, inconfesables o simplemente un poco ridículos. Cosas que no forman parte de la cotidianeidad porque siempre (o por largo tiempo) fueron disfuncionales, ocupaespacios, monstruitos de abajo de la cama o de adentro de los cajones, guardados por ahí para servir a algún sentimentalismo, a alguna culpa, a algún pequeño regocijo estético difícil de explicar en público.

¿No hace falta que explique el nombre de “Esqueletos” que decidí para el segmento, no?

Para abrir la sección, entonces, algo que hace rato que quiero postear y no sé cómo. Se trata de un viejo misal, fecha de publicación 1950, año del Libertador General San Martín (chichichichín), de los que recibía la generación de mis padres para su primera comunión. Hasta hace bastante poco tuve dos, el de mi viejo y el de mi vieja, pero cedí uno a la curiosidad de mi primito más chico, criado en un ambiente mucho más laico que el que me tocó en suerte, y que sabe suficientemente poco español como para que el librito le sea perfectamente inocuo. El que conservo (motivos sentimentales de por medio) es el que perteneció a mi viejo, el más ornado de los dos. Pero el contenido (alguna vez husmeé comparativamente) es el mismo.

Para los que no lo saben, mi crianza, en términos religiosos, fue un tanto curiosa. Crecí en una casa de católicos carismáticos que eventualmente se pasaron al evangelismo, para convertirme en la adolescencia en la rebelde católica de la familia. Raro como suena, se dio así. Me duró un par de años. Eventualmente, muchos desagradables desengaños y sanas racionalizaciones mediante, gané algo parecido a un cierto grado de conciencia y tomé una prudencial distancia de las congregaciones religiosas en general.

Hoy en día sospecho que hubo detrás de ese corrimiento al catolicismo una razón más bien estética.

Es que, vamos, hay que reconocerlo, esa sobrecarga de elementos que parecen llegar de otro tiempo, de otro espacio, de otra realidad, esa confluencia de reflotes de viejas tendencias artísticas en una síntesis de golpes bajos de efecto, tiene lo suyo. Si no, nada más mírenle la pinta al misal, y a ver si no se entiende por qué mi primito me rogó que le regale uno:

Para apreciarlo bien habría que moverlo. Esa manía de confundir la luz alrededor del creyente, ese intento de recrear un aire de otro mundo de los enormes vitrales góticos, está en miniatura también acá: no podía ser un libro liso, tampoco uno pintado. Si se trata de algo que ha de signar la vida del creyente, la luz tiene que tratarlo raro, qué mejor que un nacarado. Y el (inexplicable) nicho en ojiva es impagable. Ah, y está también el detalle de la trabita, jugar con el ansia por lo secreto, con la necesidad de destrabar el libro que se convierte en necesidad de al menos abrirlo y mirar las ilustraciones en sepia de adentro, juego psicológico o bien exquisitamente bien pensado o simplemente afortunado, no lo sé. El lomo dorado, en este panorama, era casi inevitable.

Del interior, bueno, bastaría agarrar páginas al azar para llenar espacio en el blog. La constante: la insistencia en el dolor, sobre todo concebido como pasión física. Mi cabeza trasnochada (este post va en diferido, ahora que escribo son las 3.20 AM del jueves 28/8; no lo posteo hoy porque ya tenía atrasados a los Stone Temple Pilots y quería decir alguito sobre ese recital) gusta de jugar con la idea de que tal vez detrás de toda la insistencia en el sufrimiento de algunas religiones se esconda la creencia de que la única forma de mantener al ser humano más o menos tranquilo y controlado es dirigir sus impulsos destructivos contra sí mismo, y eventualmente contra los disfuncionales o los extraños. Así, sin más, parece que es tan importante glorificar a Dios que martirizar el cuerpo. Hay que agradecer que Dios de regalos para que los cristianos los rompan. Porque a los cristianos les gusta romper, eso está claro.

Esa insistencia adentro parece volverse un leit-motiv. Todo apunta a hacer la vida del creyente todo lo desagradable que sea posible, hasta el punto en que el librito parece convertirse en una pequeña camarita de torturas de lujo. (Si se lo preguntan no, nunca lo leí entero, y mucho menos pensé jamás en tomármelo en serio. Aún de chica católica siempre le dirigí a esas palabras del comienzo la misma mirada de preocupación escandalizada que a mi compañera de quinto año la novicia cuando, con un aire de autosuficiencia, hablaba de dejar de pensar en su ex-novio disciplina en mano, y me cortaba las ganas de escribir ficción con mi habitual cuadernito abajo del pupitre, junto con mi fe en la humanidad, para toda la mañana).

En una librería de usados muy particular que se llama El Glyptodón el librero, uno de esos extraños ejemplares de cascarrabias que no parecen tolerar demasiado bien quedarse solos consigo mismos y que por ende le dan charla a cualquier ser humano que haga algo para deberle paciencia (como treparse peligrosamente al entrepiso con estanterías enclenques de libros en francés e italiano del fondo del comercio, lo que por cierto vale la pena hacer) me mostró un ejemplar muy verosímil, probablemente verdadero, de un aparente librito de oración del siglo XVII, bastante bien conservado. Era apenas más grande que mi misal, y se le parecía mucho de afuera. Las primeras páginas, incluso, estaban hechas para apuntar a ese tipo de lectura. Después, claro, venía lo interesante: una novelita, creo recordar que de amor. El viejo explicó, con esa mirada pícara que sólo se ve en los que están orgullosos de tener algo que contar, que eran librillos publicados en ese formato para que las damas no se aburrieran con los latines. Podían dar la apariencia de seguir su misal, mientras se dedicaban a algo bien distinto a la mortificación personal. Y sí, no puede esperarse que mucha gente se tome el sufrimiento tan fácilmente en serio.

Ninguno de los dueños de los misales que me pasaron por las manos lo hizo, de hecho.

jueves, 28 de agosto de 2008

¿Qué harías? (STP Undead)

¿Perdida la capacidad de sorpresa con los regresos de ultratumba? Bien, por si vive en una burbuja de un diámetro algo mayor al de la mía, que me enteré hace muy pocos días, estos tipos (rehab de Weiland y separación de los Velvet mediante) se juntaron. Y están de tour. Y tienen el giro inesperado (un tanto deprimente, reconozcámoslo) de tocar en el Pepsi music.




Por mi parte haré honor a mi espíritu noventero, y mañana antes de la facu voy a sacar un par de entradas para campo, una para mí y otra para mi hermanita, que viene a perderme de vista al primer pogo y a encontrarme en algún lugar definido como "esa columna de sonido de la derecha" o "ese puesto de diarios a una cuadra del estadio" al final, como es nuestra fraternal costumbre.

lunes, 25 de agosto de 2008

Busy little bee

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Ya es un lugar común notar el hecho de que la recepción de música ha definitivamente cambiado en los últimos, digamos, diez años. Todos los que tenemos banda ancha y algo más para hacer con nuestras vidas que dedicarnos a escuchar música somos en algún momento presa del desasosiego de las discografías y de los discos bajados de blogs que parecen prometer algo: esa angustia culpógena de ser un ignorante en materia musical con plena conciencia de serlo, la enorme cantidad de experiencias estéticas al alcance de un click que nunca podemos completar, el espejismo de la información fácil, la lírica que sólo lleva una breve googleada que nunca tenemos tiempo de hacer.
El resultado: música que a la primera escucha normalmente pide una segunda, más atenta, para descubrir su sustancia. Ocasionalmente, también alguna que otra cosa ligada ya a algún mecanismo de recepción preexistente para procesarla, que no nos quiebra la cabeza, sino que se vuelve rápidamente cotidiana, entra a la lista de reproducción que armamos para estudiar, o para la hora y media de colectivo diaria de ida y vuelta al trabajo.
Suelo creer, aunque tal vez me equivoque, que la mayor parte de nosotros no dejamos que nos afecte, al menos no más que un agujero en una media calentita que usamos adentro de las zapatillas los días que sospechamos que no hay chances reales de terminar desnudándonos frente a otro ser humano.
También tengo la sospecha, casi una creencia mágica, de que los verdaderamente afectados, los que tarde o temprano se convierten en melómanos, deben sufrir esto con mucha más intensidad, al menos con una desesperación resignada semejante a la que puede sentir alguien como yo en una biblioteca grande o, sin ir más lejos, frente a mis toneladas de estante de abajo, recuerdo constante de la impotencia frente al tiempo que nos duerme, nos da hambre, nos empuja a dejarnos tragar por la máquina capitalista que nos empuja a que seamos útiles, a saldar la cabeza, a venderla a menudo a quienes no quieren comprarla pero a su vez también son empujados en la inercia a...
La canción de Oneida que encabeza el post durmió meses en la lista de reproducción general, enquistada en un album cuyo inicio nunca me convenció lo suficiente para escucharlo entero, y es una muestra de esas iluminaciones extrañas que a veces nos dejan con una sensación de felicidad rota, como la que produce la belleza de un hombre que se sabe que no se poseerá nunca.

jueves, 7 de agosto de 2008

Nada que hacer

Casi cualquier lector porteño debe tener o al menos haber visto alguna vez uno de estos señaladores de la librería Hernández. En apariencia, se trata de un diseño serio, trillado, aburrido a más no poder: de un lado, fotos de escritores, para halagar al compralibros que los reconozca. Del otro, la foto del fundador de la librería, y la fecha en la que abrió. Todo muy lindo, todo muy serio,






¿Pero a quién se le ocurrió elegir justo esta foto del fundador? ¿O habrá sido para halagar al lector con buena vista?





Di con ese cartel mientras alguien me distraía de la lectura, y la falta de concentración me hacía fijarme en el señalador. Uno de esos momentos en los que la realidad parece ajustarse como un engranaje para tratar de significar algo.