domingo, 7 de febrero de 2010

Where's when I was young and we didn't give a damn?

No es mucha sorpresa que en la ficción norteamericana abunden de tal manera las casas con vida propia. Llegué a esa conclusión fácil en alguna tarde de agosto de 1997, sola, un poco aburrida, con un Cujo de Stephen King (que había comprado para matar el tiempo en el aeropuerto) en las manos, sentada en el suelo de una habitación muy blanca, vacía casi por completo, con enormes ventanales de vidrios repartidos que dejaban entrar el sol rabioso y el verde subido del césped de los jardines en un verano seco de Indiana.
Es que no hay nada más sencillo que sugestionarse un poco en la acústica rara de una típica casa enorme norteamericana, con el crujido constante de su estructura de madera y de sus materiales livianos, con el eco de los propios pasos en la escalera encajada en un hall gigantesco. La mejor manera de no enloquecer para una adolescente porteña un poquito medrosa, habituada al barullo constante de los vecinos y al mutismo habitual de los espectros que habitan entre paredes de ladrillo, sola de golpe en el caserón extranjero de los tíos, era llenar la casa de sonidos propios. Qué mejor para eso que el equipo de música de la planta baja, con sus tremendos parlantes potenciados por la misma enormidad vibrante de los ambientes. Más todavía cuando la colección de cds de mi tío estaba todo lo bien nutrida que podía estar una colección previa a la época del download.
Fue en ese contexto (bastante ideal) que me encontré por primera vez con To the faithful departed. Que se convirtió enseguida en mi favorito personal de ese viaje, y que fue la carta de presentación perfecta para que The Cranberries se convirtiera en la banda de sonido de mi adolescencia.

"Este es el recital del recuerdo", bromeó mi hermana, mirando a nuestro alrededor ayer en el Luna Park, lleno hasta el tope con el entusiasmo de un público de entre veintimucho y treinta y varios.
La muestra práctica de que la música de los muchachos de Limerick no parece interpelar demasiado al público ajeno a su propia generación: no creo que esto tenga necesariamente que ver con la (real) desaparición mediática de la banda durante esta década que se fue, poco exitosa carrera solista de Dolores O'Riordan de por medio. Más bien parece que hay algo muy específicamente noventas en lo suyo, en su desprolijidad por momentos casi melódica, en su furia tranquila, en su intento más por entender las consecuencias directas de los ochenta que por buscar la forma de conectar con lo que fuera que viniera luego.


Y ese era el aire de anoche. En el calor había, además, suspendido, el aliento de otro tiempo todavía ahí, una suerte de realidad paralela en la que todos éramos como debimos haber sido una década atrás, cuando las sillitas de la platea en el lugar del campo podrían haber estado completamente de más.

2 comentarios:

martin dijo...

revisa el mail

Anónimo dijo...

Hablamos sobre las bandas de sonido, es interesante las conexiones entre la música y los momentos de cada uno.

Sobre el recital, estaba tan lejos!

Sobre la foto, el que no levanta la mano con una cámara poderosa en pixeles no califica!