A los 14 años me hice un amigo en el aeropuerto de Miami. Ambos éramos menores de edad, habíamos venido en el mismo avión de la desaparecida VASP y nos habían asignado al mismo empleado para que nos guiase por esa monstruosidad laberíntica de aeropuerto a nuestras respectivas combinaciones, que se tomaban por puertas contiguas, para tomar vuelos parecidos: los dos para Indianapolis, pero él cambiaba de avión de nuevo en Cincinatti y yo iba en uno directo. No nos encontramos allá porque a mi tío, que me alojaba, no le resultaba muy simpática la idea. Pero nos pusimos en contacto, y nos seguimos escribiendo por un par de años.
Un buen día él entró en crisis personal, me mandó una carta muy patética contándome un montón de quilombos suyos (todo lo agrandados que puede dejarlos un niño americano de 18 años criado por puritanos, con toda la guilty conscience posible) de los que yo por supuesto no tenía ni idea. Yo le mandé dos cartas más, tratando de hacer que entendiera que no era del tipo de persona que se borra porque un amigo esté en problemas, pero él nunca respondió. Por lo menos no por el tiempo que seguí viviendo en la última dirección que él tuvo. Posiblemente la estrategia discursiva poco feliz que usé (contarle el tipo de líos de los que estaba llena mi vida cotidiana, y tratar de que relativizara un poco su visión de we were all going direct the other way) haya contribuido más a espantarlo que a tranquilizarlo.
No supe más de él desde entonces.
Cuando abrí mi blog, chequeando visibilidad y esas cosas, se me ocurrió googlear mi nombre y ver qué pasaba: aparezco yo en puestos 1 y 13. El primero es sorprendentemente de un proyecto del que formé parte hace años y el otro este arcón. Después de verificar eso, se me dio por empezar a tirar nombres de gente que conocí en otro tiempo, compañeros de primaria o amigos de la adolescencia, para ver si encontraba a alguno y si me enteraba de qué es lo que están haciendo. Con la mayor parte de ellos la búsqueda fue rápida y eficazmente decepcionante. Casi ninguno aparece en ninguna parte, ni siquiera en listas de usuarios. Apenas me enteré de que el chico que me gustaba en séptimo grado está trabajando en cine y que parece que no le va tan mal. Pero no encontrar datos (como me pasó con mi mejor amiga del primario) es de alguna forma encontrar uno: o bien han tenido un perfil tremendamente bajo y un celo paranoico de no aparecer con sus nombres, o no han participado en nada público. Fin de la búsqueda.
Cuando googleé a mi amigo el yanqui, la cosa fue bien distinta. Él se llamaba David Richardson, que es más o menos lo mismo que llamarse Juan Pérez o José González. Efecto googloso: “Resultados 1 - 100 de aproximadamente 7.510.000”. ¡Siete millones y medio! ¡Andá a encontrar a alguien así! Pasé por lo menos quince minutos restringiendo la búsqueda. No mejoraba. Eventualmente di con uno que cuadraba en edad y que por la foto, poco clara, bien podría haber sido la versión diez años más vieja del que yo estaba buscando, y me arriesgué con un mail. No era. Y eso sí es distinto de no encontrar datos, es naufragar en los datos, darse cuenta de que tal vez en alguna parte está lo que uno busca pero que las probabilidades son las mismas que las de pasar por el barrio de alguien que alguna vez se quiso un poco y verlo desde arriba de un colectivo.
Cosa que alguna vez me pasó. Pero ya esa es otra historia.