lunes, 20 de octubre de 2008

Veinte mil leguas de viaje en el tiempo

De chica solía gustarme mucho Verne. A los diez años mi estante (guardaba mis pocos libros aparte de los del resto de la familia) contaba con una buena cantidad de ellos, de los cuales algunos estaban en esta colección. Recuerdo haber escuchado y leído unas mil veces Viaje al centro de la Tierra (el único que conservé cuando, allá lejos y hace tiempo, por circunstancias largas de explicar, tuve que desprenderme de casi todos mis libros), con la hermosa gracia de ser una historia imposible, ciencia ficción clausurada en un univrso paralelo que no ocurrirá ya nunca.
También gasté Escuela de Robinsones, que fue la primera novela que leí sola, y que debo haber releído unas tres o cuatro veces (mucho para una nena) hasta el día en que el ovejero alemán que tenía por entonces afiló los dientitos de cachorro en el tomito de Biblioteca Billiken y no quedó mucho de él. Ese me da un poco de miedo retomarlo de adulta, me gusta demasiado en el recuerdo y sé que lo más probable es que me espere una decepción.
También habitaron mi estante y mis noches de infancia Un capitán de quince años, Dos años de vacaciones, Cinco semanas en globo (cuantos números en los títulos, recién en este catálogo de naves lo noto), y de la colección del de la foto El país de las Pieles, El testamento de un Extravagante y Los hijos del capitán Grant.
Volver a leer por primera vez una novela de Verne resulta, entonces, casi un regreso al pasado personal, al recuerdo agridulce de una experiencia estética que ya sólo puede ser el fantasma de sí misma. Puedo recordar mi regocijo ante las descripciones de barcos, paisajes y artefactos extraños, la curiosidad de una nena que tenía una afición especial por desarmar las radios y por poner cualquier cosa en el portaobjetos de su modesto microscopio. Pero esa puerta se cerró, y entonces las descripciones se hacen un tanto pesadas, artificiosas, pedantes, definitivamente lejos de lo que yo elegiría hoy para leer algo pasatista.
Hablando de eso, y en sintonía con el seminario de Vedda, en tren de completar mi colección vampírica de Anne Rice fui a buscar Pandora, comprado por internet. Es lo que pienso trabajar para la monografía cuando termine, una elaboración sobre interrogantes ya expresados anteriormente de manera muy rudimentaria en este blog acerca del curso que han ido tomando los monstruos en la ficción trivial.

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