Tinta sobre papel
La Feria del Libro debe ser uno de los eventos más estables de Buenos Aires: todos los años para la misma fecha, todos los años con casi los mismos puestos, todos los años con presentaciones de libros que uno no querría leer anunciadas ochenta veces y espectáculos buenos apenas mencionados con una línea pobretona en la maraña del programa diario, siempre repleta de los mismos estudiantes, las mismas viejas emperifolladas, los mismos nenes de fin de semana, las mismas mesas de saldos, los mismos lemas poco felices. Si algo varía en la experiencia propia, depende mucho del recorrido propio.
Esta vuelta, fueron dos, en realidad: uno muy lúdico y cansador, sola con un presupuesto un tanto exagerado para mis parámetros normales, saltando de mesa en mesa en busca de pequeños tesoros inhallables. Eso de que está todo particularmente caro es cierto sólo hasta por ahí nomás: los precios son más o menos los mismos que afuera, sólo que se puede hacer recurso al descuento para docentes, que es algo que no opera en las librerías, por lo general. Y es esa pequeña diferencia, y la sobreabundancia de oferta, la que siempre termina tentando a los compradores y lectores compulsivos de libros como yo a comprar cosas que obviamente se van a mantener por lo menos por muchos meses vírgenes de ojos.
Menos mal que por lo menos encontré una antología de lírica gallego-portuguesa y recuperé un Cosas de mujeres de Fogwill para redimirme de la cuota de gasto poco razonable del día.
La segunda visita fue con acompañante. Ya una vez hice una tipología de mis visitas a la feria del libro, y esta fue bastante estándar: el acompañante en cuestión es lector, pero no adicto a los libros, y nos conocemos bastante poco, así que dentro de todo fue un recorrido corto, de esos en los que también hay que prestar un poco de atención a los gustos ajenos para, al menos, no perderse.
Para la FLIA, este año, hay que decir primero que nada que no fui en la mejor disposición del mundo: había dormido cuatro horas, quería llegar a dormir por lo menos una quinta para sobrevivir ese sábado a la noche y entonces estaba particularmente intolerante. Tal vez eso haya contribuido de forma decisiva al hecho de que no haya realmente disfrutado la visita esta vez.
Rescato la unión de buenas voluntades y el caos resultante: si hay algo que sí funciona en las FLIAs es ese desorden ecléctico de lo hecho a pulmón por mucha gente muy distinta. Paradójicamente, de todos modos, a la hora de los libros predomina una cierta uniformidad un tanto preocupante: puedo haber tenido mala suerte, pero cada vez que no fui estrictamente a lo conocido ni a las traducciones, lo que pude encontrar esta vez fue
1) Poesía cuyo mecanismo estético estaba en la fragmentación de trozos de prosa autobiográfica sobre anécdotas cotidianas
2) Poesía pseudoadolescente no del todo curada de los vicios del lector de traducciones
3) Prosa pseudo-autobiográfica con un sesgo ligeramente sensacionalista agotado hace mucho rato (eso que en alguna parte llamé hiperrealismo del exceso).
No quiero sacar conclusiones apresuradas de eso, prefiero pensar que tuve mala suerte (suelo tenerla) y que agarré sistemáticamente el volumen de al lado del que debí haber manoteado. Experiencias anteriores me llaman a concederle a la FLIA el beneficio de la duda.
Me volví con una traducción, un par de libritos de poetas que ya conocía de antemano y una novela de Lamborghini.
Debería volver al puesto francés de la Feria del Libro oficial. Pero me temo que por este año ya tuve más que suficiente.
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