Hay pocas cosas que mantengo en un orden que exceda lo aparente. El arcón del título del blog, de hecho, fue inspirado por un objeto real de mi cuarto, suerte de universo mío en miniatura. Por lo general mi modo de organizarme (padezco de un despiste incurable) radica en tirar todo adentro de los mismos cajones, por medio de clasificaciones extravagantes (no hace mucho que saqué mis cuadernos de ideas para clases del cajón de los zoquetes (sí, tengo un cajón de los zoquetes, es que trabajo en medias (no pregunten (no, eso tampoco, juro que es algo decente y docente, valga el oxímoron)))) de modo que cuando preciso algo tengo una idea más o menos vaga de adónde tengo que ir a buscarlo. Si en los cajones no entra, al arcón.
A esto hay dos excepciones. Hace muy poco que tengo la computadora con la que escribo, y siendo que la anterior, en sus casi diez años de servicio (eso son cinco mudanzas en mi sistema planetario alterno), terminó siendo un caos inorganizable que dio lugar a una masiva pérdida de información cuando hizo falta recobrar algo, algo aprendí y ahora ésta es un lujito, todo en sus respectivas carpetas, todo fácil de encontrar, y el sistema funciona más lento que Rosita la bibliotecaria de la BPG Alvear con sus evidentes problemas de huesos y su pésima voluntad ya legendaria ("¡las manos donde pueda verlas! ¡no vaya a ser que te robes los libros!").
La otra excepción, normalmente, es mi biblioteca.
Ahí sé por lo general dónde ubicar cada cosa. Aunque su mezcla rara de organización genérica, temporal y espacial haga que cualquiera que la mire dos minutos me ponga en duda, claro. A mi modo, eso tiene orden. Me ocupo una vez cada un par de meses de que lo tenga. Pero a mi modo. Siempre pienso en que me convendría decidirme a poner todo en un orden racional, espacio tengo, pero no. Aparte de todo soy indecisa, me gustan las medias tintas.
Todo esto para hablar de un detalle de la organización de esta biblioteca que se mantiene desde que comencé a armarla, casi desde cero (la biblioteca familiar sufrió un destino adverso que no voy a narrar ahora), en 1997. El estante de abajo.
El estante de abajo es, en mi sistema, el más pesado desde todos los puntos de vista existentes. Es el que tiene todo aquello que tengo y nunca leí, y que aguanta los volúmenes que nunca terminé de leer. Tiene una tendencia alarmante a engrosarse indefinidamente cada vez que digo pero pucha, qué ganas de leer este libro, no está caro, mah, me lo compro y después resulta que hay veinte cosas más que tengo y tengo ganas de leer, o que al día siguiente vi algo que me llama más la atención que ése y que todo el estante de abajo junto, o pasa también que la bibliografía obligatoria. Sobre todo suele ocurrir que la bibliografía obligatoria, y entonces hasta el verano que viene. En el que se supone que rinda Literaturas Eslavas, Latín II, Literatura Europea del Renacimiento (sí, la debo, y qué) y lo que vaya a quedarme este año. Y el estante de abajo con todo su ominoso peso sobre mi escritorio, miradas reprobadoras y tentadoras a la vez del volumen del Ulysses, la Divina Comedia, las obras de Shakespeare y Ubu Roi.
Después Internet, navegada por links de blogs (poco éxito), y otra vez ese regusto, esa sensación de que nunca hago a tiempo, de cómo vivir y leer y sobrevivir al mismo tiempo. Pero el estante de abajo, con todas sus bellas palabras, se mantiene callado.