El sábado a la mañana arranqué este post, que quedó archivado en borradores. La última palabra en el original era "trámite", en negrita. No sé por qué se me da por terminarlo un día de semana a la madrugada, con fiebre y con jirones de jirones de lo que entonces tuve en mente, pero helo aquí:
Llegan más o menos las nueve, último día de la semana y casi al fin de la cursada, y para esa altura todos estamos más o menos cansados. Entonces llega el showtime. Esos son momentos en los que realmente se echa de menos un pochoclito. Bueno, hay que conformarse con lo que hay. Todo muy predecible, salvo por la pulcritud excepcional de la profesora. Pequeñas (¿)ventajas(?) de leer los correos antes: uno sabe más o menos a qué atenerse.
Recomienzo.
Si Usted es un lector paciente y aplicado (esos que escasean en el ciberespacio) recordará que quien suscribe está cursando un seminario sobre Samuel Beckett. El de LC, claro, puanero. Seminario que exigía de nosotros, entre otras cosillas, el requisito de ir a ver una puesta y hacer una reseña. Bien, tal vez sea bastante predecible, pero los que se sentían con ganas de expresar su agonístico disenso con la profesora eligieron enviar sus trabajos en último lugar, una vez que ya todos habíamos cumplido con el
trámite.
La escena no podía ser más obvia, más trillada, más trivial. Las dos reseñas tenían tonos bien distintos. Una, más tímida, se dedicaba a tirar palos solapados a la no siempre feliz persecución del detalle en el discurso de la profesora (a veces obsesiva, sobre todo molesta cuando el criterio sobre si un detalle es importante o no pasa por si Beckett lo dejó así hasta la hora de su muerte o en algún momento se le dio por cambiarlo), y sobre todo a otra reseña que oímos (bastante bien fundada, pero que, hay que reconocer, habiendo ido a ver el mismo Krapp, en el efecto de conjunto resultaba injusta, destrozaba un trabajo generalmente cuidado y aceptable, probablemente porque no se adaptaba a la imaginación de quien la escribió al leer a Beckett) una o dos clases antes. La otra, sobre Primer Amor (como la mía, cuya versión primigenia y en criollo anda
aquí) era graciosa de leer: nota al pie al segundo párrafo de cuatro, referencia al
Kafka-Para una literatura menor, Deleuze, ora pro nobis. Sí, cita de autoridad en una reseña de teatro. Belicoso, revoltoso, incapaz de usar sus propias armas, único que necesitó convertirse en ventrílocuo de nombres ajenos por más de una línea (por todo el artículo, hasta que se convertía en un marco teórico incuestionado, fanatizado y usado de un modo más bien desprolijo), muchacho que evidentemente se comió más que una clase bajalínea de Link y no la digirió del todo bien.
La escena entonces: un muchachito flaco enrollado sobre sí mismo, sentado pegado al lado de otro con el pelo de costado muy a lo moderno, manos en los bolsillos, despatarrado en su banco con expresión sobradora, en frente la profesora con un fiendish glee grin (merece ser dicho en gringo) esperando para comérselos crudos con sus años de manejo de discurso académico.
El resultado: más rato del necesario en un diálogo de sordos que recayó en temas grandilocuentes como la Libertad, la Creación y otros de esos camiones a los que uno siempre les maneja a una prudencial distancia cuando escribe discursos académicos, sobre todo después del primer año de facultad y la primera tanda de finales. Llovieron palos para todos lados, los integrantes de la cátedra defendieron a su jefa como tigres para hacer número, todos los implicados se fueron a casita (no lo dudo) con el convencimiento de haber sido los vencedores morales de una discusión que no llevó a ninguna parte. Nadie tenía ganas ahí de cambiar de opinión.
Todo porque se trata de un seminario sobre un autor. No sobre un escritor, sobre un autor, en plena posesión de su autoridad. Cuestionada hace rato, en una de esas relaciones de amor-odio nunca resueltas: muy bien, cantemos todos el estribillo de la muerte del autor, precio de tapa diez euros, eso son cuarenta mangos, diez por ciento para el autor o sus deudos. ¿Cómo, no es que no había tal cosa como un autor? Lo siento, cuarenta pesos, poniendo estaba la gansa. Y si sacás una fotocopia lloramos todos a gritos en la feria del libro.
Es necesario transgredir el sentido, no existen las autoridades. Cita al pie de página, nombre del autor que lo dijo, porque claro, quién soy yo para pensar con mis propios sesos, para usar los textos en lugar de reproducirlos.
De la otra vereda, no son importantes los sombreros de Godot porque Beckett, Samuel, sí, el que hizo famoso el apellido, los sacó en una puesta al final de su vida, porque no lo aplastó un coche un año, o incluso un día antes.
La incómoda sensación de que la respuesta ha de buscarse en otra parte.