viernes, 26 de septiembre de 2008

Releyendo para retomar

-Fragmento de La Manada con el que todavía, mucho tiempo después de haber garabateado su versión original en un cuaderno, sigo bastante contenta-



           La caza de hadas es una tarea harto complicada: primero hay que concentrarse y visualizarlas, armar su pequeña constelación en las motas de polvo que bailotean en la luz solar que entra algunas tardes formando un prisma irregular entre la ventana y el piso. En casa nada más puede hacerse en el que ahora va a ser su cuarto, y únicamente en otoño, que es cuando la luz entra directa por la ventana que da al patio de los Rustre, porque cuando entra por el balcón del comedor o por las ventanas de Alba es demasiada, y a las hadas tampoco les gusta acercarse a los vitrales del pasillo, supongo que porque la luz de colores las debe apagar un poco. Ni hablar del patio: aún cuando abriésemos el toldo (que sólo Dios sabe lo que podría caer de ahí arriba), dudo mucho que las hadas puedan sentirse bien al aire libre.

           Al principio es un poco difícil encontrarlas, dejar por un momento de ver la tierra, no distraerse con los trastos viejos o con los contoneos de Merlín que se aburre y trata de atrapar una laucha imaginaria. Una vez que se ve la forma (una punta de un pie, por ejemplo) van apareciendo muy rápido, con una nitidez sorprendente, hasta tomar color y volverse completamente corpóreas. Entonces llega la parte más difícil, porque si bien no se corren del sol son terriblemente rápidas, y pueden estar un buen rato burlándose con movimientos extraordinariamente violetas o verdes de uno, yendo de la ventana al piso o formando torbellinos de luz irisada, volando en espiral dentro de la pecera lumínica. Y además un hada no es una laucha, hay que tratarlas con cuidado porque las alas son frágiles, y con relativa facilidad, con la mejor de las intenciones, uno puede terminar rompiendo una pierna o un bracito delgado, cosa que absolutamente nadie tiene derecho de hacer.

           María aprendió todo esto con notable rapidez, una tarde mientras esperaba a Bita que se había ido vaya uno a saber dónde. Yo la invité con bastante ceremonia, y ella se limitó a preguntarme cómo se hacía, con simpleza, demostrándome que después de todo no me había equivocado. A mí me había parecido verla un poco triste, y supuse que cazar un par de hadas podía llegar a ser de ayuda. Por lo menos a mí siempre me sirve. Y valió la pena, las hadas parecen aparecer más fácil con ella cerca. Debe ser que se les parece demasiado.

Entrega: 31 de febrero

¿Por qué me costará tanto terminar de escribir todas aquellas cosas para las que no tengo fecha de entrega? 

¿O será que diecinueve años involucrada en procesos de educación formal pueden causar una enfermiza adicción a las deadlines?
En ese caso, los congresos, ¿no son una clase de droga sustituta?
Esto, por supuesto, puede traer problemas con los proyectos creativos de largo aliento. Complicado.


(Mientras retomo mi pobrecita olvidada novela en trámite y masacro las últimas 35 páginas A4, bajo la influencia de una idea para un giro de trama que resuelve algunos problemas)

jueves, 25 de septiembre de 2008

Cómo me gustaría conseguir sacar fotos como esta


Se trata de un hotel abandonado en una ciudad fantasma norteamericana. Me recordó mi fantasía de entrar para sacar fotos a un par de edificios arruinados que conozco.


Hablando de ciudades fantasma, acá hay una digna de Stephen King. No me van a decir que no tiene algo de Salem's Lot.

O de Sunnydale, ahora que lo pienso. 

Bueno, en todo caso parece que alguna película de terror (que no vi pero suena bastante pedorra) la tomó laxamente de modelo. 

domingo, 21 de septiembre de 2008

estas cosas literarias que sólo sirven para acelerar el ciclo de la celulosa

Una mirada rápida a los libros en los que metí la nariz esta semana.





La Historia del Arte, de Gombrich y la Biblia (lecturas para el grupo de estudio en el que estoy) son libros que vengo leyendo hace rato. Y tendré para un tiempo más, todavía.
Esta semana cayó 1 Reyes del Antiguo Testamento en nuestra aproximación laica/literaria a la Biblia. Es un texto muy irregular, con algunos puntos particularmente altos: mis favoritos, la brevísima historia de la doncella Abisag y el rey David con la que empieza, y este fragmento muy sugerente que copio a continuación, una anécdota en la historia de Elías que es de lo mejorcito que leí hasta ahora en las Escrituras:

Entonces se le dijo: "sal fuera y permanece en el monte, esperando a Yavé; pues Yavé va a pasar."
Vino primero un huracán tan violento que hendía los cerros y quebraba las rocas delante de Yavé. Pero Yavé no estaba en el huracán.
Después hubo un terremoto, pero Yavé no estaba en el terremoto.
Después brilló un rayo, pero Yavé no estaba en el rayo.
Y después del rayo se sintió un murmullo de una suave brisa.
Elías al oírlo se tapó la cara con su manto, salió de la cueva y se paró a su entrada.

[1 R. 19, 11-13]


Para los que nunca tuvieron mucha paciencia con los primeros libros de la Biblia, es bastante el problema que se han tomado los redactores con lo que es y lo que hay (detallado hasta el cansancio) como para hacer una enumeración de lo ausente. Menos aún, de Dios ausente. Y de dejar sin decir la presencia divina al final, para sugerirla simplemente en la humilde acción del profeta de cubrirse el rostro, ni hablemos. 
También, a esta altura, Yavé el vengativo, el que destroza enemigos y castiga con maldiciones de varias generaciones hace un oxímoron de efecto muy fuerte en la brisa suave que elige para presentarse, luego de la enumeración de cataclismos climáticos que la precede. 
Me encantaría saber cómo sonaba esto en el original, pero me lo imagino con una cadencia de verso bastante musical.


Con Historia del Arte, nos toca la segunda parte del siglo XIX la semana próxima. Empecé hoy con el capítulo de Gombrich que corresponde (motivo de que esté en mi mesa de la semana), pero todavía no tengo mucho para comentar sobre eso. 



La Gran Matanza de Gatos de Darnton también es una lectura con una finalidad precisa: se supone que prepare una exposición sobre un par de capítulos de ese libro para un seminario interno de la cátedra en la que estoy. Es un trabajo interesante (un intento de trazar una historia cultural de la Francia del XVIII, con un enfoque metodológico muy particular), lo suficiente como para hacerme colgar otras lecturas más urgentes en capítulos que no tengo ninguna obligación de leer. En la semana, o el fin de semana que viene, haré un comentario más extenso, cuando me siente a armar mi exposición y ordene mi lectura con tiempo y calma.



El librito liliputiense es Cosas de Mujeres, de Fogwill. Lo compré en una máquina de cigarrillos redestinada que solía estar en la planta baja del Centro Cultural de la Cooperación. La idea era: uno ponía una monedita de peso, tiraba de una palanquita a elección y caía un librito adentro de una cajita. La cajita tiene el exacto tamaño de la de una de puchos de 20, y el libro adentro es apenas más chico. Yo por entonces (en el marco del último Congreso de Letras) compré nada más este y Las buenas costumbres de Viñas, porque si bien los libritos eran tentadoramente baratos las monedas de un mango no llueven del techo. Ayer comprobé con pena que la máquina no está más, y me quedé con el bolsillo del jean lleno de monedas de uno y de decepción.
Esta semana Cosas de Mujeres fue a parar a uno de los bolsillos de mi campera, en donde entra con total comodidad, y estuvo amenizando colas de supermercado, de banco y viajes por un buen par de días. Nunca había leído nada de Fogwill, y hay que decir que me quedaron ganas de reincidir: los dos cuentos, "Memoria de paso" y "La larga risa de todos estos años" son a su modo maquinarias verbales perfectas desde la primera a la última palabra, de esos de los que se encuentran pocos. 
El primero es una reescritura del Orlando de Virginia Woolf. Ágil y entretenido como no termina de serlo la novela (que a mi gusto por momentos se empantana un poco en una complejidad narrativa innecesaria), Fogwill se permite ya que estamos meterse con cuestiones escabrosas como el hecho de que con tiempo suficiente una persona culta es capaz de pasar por toda clase no sólo de experiencias sino de ideas, alguien que vive lo suficiente tiene oportunidad de ser un poco nazi o algo equivalente alguna que otra vez.
Hacerle justicia al segundo relato con un comentario implica arruinarle la experiencia rara de primera lectura a alguien. Así que me lo guardo.

Y en cuanto a Las Primas, de Aurora Venturini, no termino de saber por qué lo saqué ahora del estante de abajo. Se supone que sería más prudente estar leyendo Robinson Crusoe para el seminario de Vedda, pero por alguna razón interna que no distingo bien no consigo empezar a leer esa historia de naufragio. 

La novela de Venturini, que salió premiada a principio de año en un concurso de novela de Página/12, la compré en su momento en Mar del Plata, pensando en un posible rato de aburrimiento veraniego que finalmente, gracias a un vecino bonito, no llegó nunca. 
Leí hace mucho una reseña un tanto extraña de este libro hecha por un amigo, Juan Manuel, que estaba destinada originalmente para el fallido proyecto Contratapas, y que podría haberme ahorrado trabajo ahora. Pero nunca se publicó, no sé muy bien por qué. Ahora, tantos meses después, caigo en la cuenta de por qué él se había visto en una situación de escritura rara al tratar de reseñar esta novela: es que es una obra que deja al lector un tanto perplejo. 
Lo primero que se me ocurre decir, una pavada del tamaño de Groenlandia, es que se lee muy rápido (me llevó dos días, jueves y viernes, prestándole poco rato y baja concentración). Puedo decir también algo, cansada y con mis lectores (si es que están) aburridos por un post innecesariamente largo, sobre el recurso estilístico central, la narradora con dislalia: Aunque por momentos falla, sobre todo en las supuestas idas al diccionario (¿es que se supone que una chica, por muy dislálica que sea, egresada de Bellas Artes, tiene que buscar términos de pintura en el diccionario? ¿Es que tiene un diccionario mágico en el que buscar palabras para lo que no sabe cómo decir?), está bastante bien y forma un elemento absolutamente necesario en la trama, que para un elemento constructivo así no es poco. Y el relato, la historia de una familia de deformes y deficientes, tiene su atroz encanto. Un encanto un tanto obvio, un tanto nutrido en el golpe bajo constante, que en el resultado final hace preguntarse cómo es que esta novela (que es buena, ciertamente, pero dista de ser excelente) llegó a primer premio por unanimidad. 
Bueno, haría falta saber qué habrán sido las otras.





Y este último se viene perfilando como el próximo delay para Robinson. Lo compré ayer, luego de que una conversación muy agradable con un lector apasionado de Bolaño me diera ganas de volver a leer algo de este chileno. Lo que como cualquiera sabe implica una inversión de dinero bastante grande, los libros de Anagrama no se venden a los mismos precios que las bonitas ediciones de Colihue. Pero la tentación fue grande, así que si vuelvo a un vengo de leer la semana que viene probablemente esté esta colección de cuentos.

Baste por hoy con esto, que ya el post es más largo que lo tolerable.

domingo, 14 de septiembre de 2008

Merodeos de museo

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Louis-Ernest Barrias - La jeune fille de Bou-Saada
(c.1890)

viernes, 12 de septiembre de 2008

Eso también existió


Sé que hice una selección conciente en algún momento, tomar a lo Noé un animal de cada especie para tirar el resto al diluvio del tiempo sin mucha culpa. Porque nunca tiro nada escrito que no sea una boleta, volante o un ticket sin un dejito de culpa. Menos, caso raro, si se trata de papeles manuscritos. Menos si tienen algo que ver con la historia personal.

Lo que no sabría decir es en qué momento la hice. Eso se me escapa, no tengo memoria exacta de haber embolsado todo esto. Ese gesto tengo que contarlo entre los huecos, las horas que vivimos de menos, las que no restamos del todo de la suma final de nuestros días nada más que porque dejan un resto, una certeza sin fundamentos ciertos y restos materiales que nos dicen que eso también existió.

Como el momento incierto en el que escribí mi nombre en la tapa de un cuaderno de secundario.

Como cuando hice esa tarea de italiano, como ese idioma que leo y escucho sin mayores problemas pero que soy completamente incapaz de hablar.

Así que he aquí otro esqueleto de este arcón, más personal, menos bonito que el primero: fotos, carpetas de Lengua, uno de esos cuadernos que yo usaba para casi todo, algunos cuadernos de la primaria, una carpeta de plástica, un carpetón de jardín, en suma un caos que resume catorce años de vida escolar a dos bolsones polvorientos hechos para abrirse muy poco.








miércoles, 10 de septiembre de 2008

domingo, 7 de septiembre de 2008

Acassuso

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Primera obra de Spregelburd que tengo ocasión de experimentar. Nada mal.

Está lo obvio, claro. Todos los que trabajamos en docencia (por diferente que sea el entorno que nos toque) tenemos algo que reconocer ahí. Caricaturizados, estilizados, los discursos y personajes habituales de una escuela se despliegan como una reelaboración onírica de algo que todos vivimos desde algún ángulo: la sobrecarga extraña de Doras, Susanas y Martas (que levante la mano el que hizo la primaria en los 80-90 y nunca tuvo al menos una maestra, portera o señora-que-atiende-el-kioskito con cada uno de esos nombres) con su burocracia de papeles manuscritos en carpetas con forros infantiles y sus rencillas internas, con la infaltable docente de la (muy) vieja escuela que pronuncia las "ll" como /'el:je/ y sabe leer discursos con una solemnidad afectada que sólo se encuentra en los actos escolares (válido solamente para la escuela primaria, consulte condiciones al dorso) a la antigua usanza.
Una señora perteneciente a esa vieja escuela, a la que puedo imaginar claramente leyendo "Unn vein-ticinco de mayo de mil ochocientos diez, bajo la tórrenciál liuvia...", obviamente docente en servicio, punteaba todo el tiempo a una amiga que tal vez haya lamentado no haber ido con su prima la estirada: "es así, es así tal cual"

Eso aparte, hay que decir que me sorprendió la capacidad de Spregelburd para la sorpresa (verbal, sobre todo, que significa una lucha contra el chiste fácil de la que, con un tema así, resulta difícil salir airoso), y para hacer que no resulte demasiado larga una obra de dos horas y pico con una trama perpetuamente mutante a partir de detalles, como las imágenes absurdas de un caleidoscopio que nunca termina de girar. Y la mayor parte de las actuaciones estuvieron muy a tono con el nivel general de la obra.
El efecto evidentemente buscado de ir logrando una representación cada vez más frenética, en la que la carcajada con la madre perdida se deshaga en risa histérica mientras los personajes se debaten en los límites de la legalidad funciona. Y el clímax con la escena violenta del final se logra. Tengo la idea de que alguien puede leer esto y ver la obra después, así que no seré spoiler, pero hay una fríamente calculada escenita ridícula preparada para quebrar la carcajada del espectador a medio camino. Había escuchado decir, y fue parte de lo comentado con Mariano (::ACTUALIZO:: posteamos ambos sobre lo mismo casi al mismo tiempo, por lo que veo) a la salida, que hay un desequilibrio entre la primera parte y la segunda, evidentemente menos graciosa. El día después, no puedo sino encontrar que a su manera esa misma incomodidad creciente forma también parte de la obra. Una parte que no necesariamente tiene que cerrarle al público, puede ser, pero funciona.

Del lado de los tomates, hay que decir que se nota demasiado que la profesora de gimnasia es una chica bien haciendo de chongo. No tiene suficiente oído como para saber que la ese no se deja de pronunciar siempre, que quienes no la pronuncian en final de frase sí hacen una aspirada en posición intervocálica, por ejemplo. Eso hacía ruido.
Y que pese a lo dicho sí, tal vez la economía de la obra podría haber mejorado con algunas omisiones. Los diálogos con la vendedora de ropa, por ejemplo, que merecía ser un personaje mucho menor de lo que era.

Dejo estas notas sueltas, migajas de experiencia, antes de volver a las toneladas y toneladas de trabajos por corregir. Ah, la docencia.

sábado, 6 de septiembre de 2008

Tipos móviles

Nunca le había prestado demasiada atención a la small print de Project Gutenberg. Normalmente muere sin miramientos bajo la tecla backspace, cuando llevo los textos a Word para ponerlos en letras más cómodas que mi odiada Courier.

Hoy noté que el lema no está nada mal


**Welcome To The World of Free Plain Vanilla Electronic Texts**

**Etexts Readable By Both Humans and By Computers, Since 1971**



Ese salió de The Monk, de Lewis.

Ya que estamos, otras cosas decentes en esta estantería polvorienta, que todos saqueamos alguna vez:

- Si hay ganas de seguir con gótico, el impagable The Mysteries of Udolpho de doña Ann Radcliffe.

- Romans de Chrétien de Troyes. Sí, es más cómodo leerlos en castellano, o en una de esas bonitas ediciones a doble columna francés antiguo vs. moderno, pero si la idea es nada más entretenerse el fin de semana hay que tener en cuenta que esas opciones significan lidiar con la lista de precios de Siruela o la de Folio.

- The life and opinions of Tristram Shandy, Gentleman - Lawrence Sterne. Este es uno de los imprescindibles y, aunque buena, bonita y barata, la edición de Wordsworth suele faltar. La macana es que pierden un par de artificios gráficos imposibles de leer para both humans and computers.

- Petronio - Satyricon. ¿Necesita presentación? Ah, me parecía.

- Baudelaire - Les fleurs du mal. Ideal para leerlo en bilingüe con la edición castiza que haya en casa.

- ¿Qué mejor para una tarde de lluvia que uno de Jane Austen?

- Bueno, tal vez Wuthering Heights de E. Brontë.


Hilachas de posts para viernes a la noche

Riesgos raros de la banda ancha y el desvelo, como el de empezar a buscar un libro en el catálogo de Puán y terminar comprando otro, por asociación de ideas, a algún ignoto librero de palermo que publica en deremate.


Otra vez los gestos, esta vuelta un comentario de mis alumnos, que dicen que muevo mucho las manos cuando hablo.
También los gestos enternecedoramente inútiles con los que identificamos gente querida: una exasperación de brazos demasiado extendidos, una forma particularmente enérgica de mover la cabeza, la forma de tomar calor removiendo los brazos dentro de las mangas (ese con los años se me pegó), el gesto poco común de restregarse los ojos con las palmas en lugar de usar los dedos como casi todo el mundo, la mirada de rayo láser frente a todo extraño en el entorno, todas esas cosas que llaman la atención la primera vez que se las ve pero que después se naturalizan. Todo lo que nunca podríamos saber de otra forma más que por el contacto directo, eso que se perderá irremisiblemente cuando desaparezcamos los que podemos tener memoria directa de ello, porque todo el mundo se comporta menos naturalmente (es decir, más normal) frente a una cámara.


Alguna reivindicación necesaria de Helena Bonham Carter.


El fastidio frente a la redacción sosa, pretenciosa, con errores de escritura e irrelevante de algún profesor de nuestra alta casa de estudios de cuyo nombre prefiero no acordarme. Aunque me haga falta tragar un estudio suyo en una lista de bibliografía recomendada, por las dudas.
Su parentesco con las escrituras igualmente enervantes que siempre toca escuchar en mayor o menor proporción en los congresos.
Aunque en ese caso uno va dispuesto a perdonar más, una cosa es algo escrito con deadlines asesinas para una ocasión en la que a menudo se tiene poco que decir, y otra preparar una publicación.


Un poema que me resisto firmemente a escribir.

martes, 2 de septiembre de 2008

Palacio Pizzurno


La tiro a la una... La tiro a las dos...

lunes, 1 de septiembre de 2008

Casa de los Lirios

Ya posteé una foto mía, casi igual de mal sacada, de este edificio alguna vez. El texto es una selección, con modificaciones menores, de algo más largo (y bastante más privado de lo que ya es) que escribí apenas para mí en abril de este año. Los sucesos narrados son de muchos años atrás.
Por una vez voy a permitirme ser un poco críptica, y postear este eco, este leit-motiv que tal vez sólo tenga sentido para mí. Pero cuánto sentido.

(EDIT: parece ser que los dueños de la foto se avivaron del afano y lo aprovecharon, ¿no?

La dejo porque tiene su extraña cuota, críptica también, de sentido la propaganda turística en este contexto)



Hace menos de una semana que me enteré de que el edificio de Rivadavia llegando a Rincón que desde hace unos ocho años me vuelve loca se llama Casa de los Lirios. Lo supe porque una foto mía muy mal sacada de ese edificio fue recientemente subida a Google Earth, y alguno que la vio comentó el dato. Se trata de un edificio estilo art deco, que se terminó en 1905. Planta baja con locales, tres pisos y la cabeza gigante de un viejo fantástico de cabellos muy largos que sirven de baranda en la terraza, y que coronan la estructura surcada de plantas de yeso y de metal hasta el hartazgo. Una verdadera belleza.

La primera vez que vi ese edificio estaba sola. Era la época en la que todavía consideraba con alguna seriedad dedicarme a la investigación en bioquímica (aunque ya dudaba, claro), y mi profesora de lengua de entonces me había mandado hacer un informe que incluía pasar por una dependencia del CONICET a hacer algunas preguntas. En plena búsqueda de dicho lugar, encarada con datos muy vagos y mal anotados, cruzando mucho de vereda a vereda, vi de golpe en la vereda de enfrente, como una aparición, levantarse ante mí la Casa de los Lirios. Me quedé completamente estupefacta, parada en el medio de la vereda, mirándola. No sabría decir cuánto tiempo estuve ahí, extática, deplorando mi falta de cámara fotográfica. Traté de memorizar la dirección antes de seguir con mi recorrido. Pero ya se sabe que de mi memoria no se puede esperar tanto. Apenas fijé que el edificio quedaba entre Congreso y Once, en alguna parte, y que era casi imposible verlo si se miraba para la planta baja.

Pasé infinidad de veces por la puerta buscándolo, sin volverlo a encontrar. Me llevó varios años verlo de nuevo. Fue el viejo melenudo el que me encontró a mí, me llamó, me dijo acá estoy, una noche en la que necesitaba un buen motivo para parar de llorar como una desaforada.

Aquella noche en la que, por última vez, M. me dijo que no, y yo me juré nunca volver a avanzar a un hombre. Habíamos salido del café Tortoni, él un tanto incómodo, yo completamente destruida, y ante la cuestión de cómo volver a mi casa (no consigo recordar por qué él no fue a la suya, aunque probablemente fuera para no dejarme sola en ese estado) decidimos caminar, al menos por un rato. En realidad, lo decidí yo, que necesitaba algo de aire para calmarme.

Cuando llegamos a la puerta del edificio en cuestión, algo en las hojas retorcidas de la puerta de calle me susurró al oído: heme aquí, todavía estoy si querés verme. Tomé a M., que no entendía nada, de la mano y lo hice cruzar Rivadavia por el medio, para quedarme mirando por segunda vez al viejo mezclar sus cabellos con el aire de otro tiempo agotado hace mucho.

Por mucho, mucho tiempo la Casa de los Lirios, ubicada ya definitivamente en mis mapas mentales, me narró esa historia de fracaso amoroso rotundo.Algo de todo eso ha de quedarle, sospecho. Por lo pronto el viejo parece todavía tener algo que decirle a mi desilusión.

El viejo de yeso sigue silbando su tonada inaudible desde arriba de la Casa de los Lirios, sigue mirando hacia vaya uno a saber dónde como hace un siglo, como hace un año, cuando saqué la foto espantosa que ahora cualquiera ve en Google Earth, como hace cinco, aquella noche triste, y sigue intentando decirme algo que no entiendo, algo que se me antoja de fundamental importancia, algún secreto de habitaciones viejas con techos altos que soy incapaz de escuchar.